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José María “Moro” Leguizamón contó que sus padres se separaron cuando él tenía 9 años, y él y sus tres hermanos se fueron a vivir a Buenos Aires con su madre. “Eran unos 1.600 kilómetros de distancia que odiaba porque sentía desesperación de estar con mi papá”, relató. Añadió que el Cuchi sentía predilección por él, tal vez porque era músico. Y el Moro le retribuyó con una dedicación de por vida. “Teniendo oído absoluto le reclamaba a mi papá por qué gritaba tanto y yo con la edad me he vuelto gritón como él. En los avatares de la vida mis hermanos le iniciaron una acción de insanía a mi papá porque lo querían llevar a un geriátrico en Buenos Aires, y él me decía que Buenos Aires era un hormiguero pateado porque nunca le gustó. La abogada de mis hermanos buscó de testigo a una vecina que decía que nos gritábamos mucho.
Pero cuando le preguntaron ella dijo: ‘Se escuchan los gritos de estos dos en toda la manzana, pero no porque se peleen, ellos se aman’. Y se terminó la testigo”, relató. Para muestra, una anécdota se basta a sí misma: “Cuando me recibo de director de coros Guillermo Lía hace una fiesta en su finca y el Cuchi me dejó hablar toda la tarde mientras yo me creía Mozart. Después me dijo: ‘¿Sabés hacer cantar a los rococos?’. Y yo me dije: ‘Uy, ¿qué ha pasado? Está mal el Cuchi’. Él me llevó a una acequia y los empezó a hacer cantar de un lado y del otro y era tal el contrapunto que Stravinsky le hubiera pedido perdón al Cuchi por la maravilla que había creado.
Era un 3 por 4 perfecto y el Cuchi me dijo: ‘La chacarera viene del canto del rococo, y esto que yo estoy haciendo acá, a veces lo hacen solos’. Me empezó a explicar cosas que yo no entendía y me preguntó si yo había estudiado el ‘Tratado de armonía’ de Arnold Schoenberg, que era enorme y tenía una letra chiquitita, y sí lo había estudiado para aprobar, pero no en profundidad. Luego lo volví a estudiar porque me di cuenta de que no sabía nada de música...”.