¿Quieres recibir notificaciones de alertas?

Su sesión ha expirado

Iniciar sesión
12°
7 de Julio,  Salta, Centro, Argentina
PUBLICIDAD

Catequesis, educación y latines

Martes, 17 de abril de 2018 00:00
Alcanzaste el límite de notas gratuitas
inicia sesión o regístrate.
Alcanzaste el límite de notas gratuitas
Nota exclusiva debe suscribirse para poder verla

La labor de difundir la cultura occidental en tierras americanas en general, y la extensión de la fe en particular (mandatos que para los monarcas hispanos fue un imperativo de aplicación de autoridades civiles y religiosas), no era posible realizarlo solamente de la mano de la lengua de los castellanos, por mucho que eso se considerara importante.
A los aborígenes había que predicarles y enseñarles sin pérdida de tiempo. Pero esa prédica y esa enseñanza habrían de hacerse, como la necesidad lo exigía, en la lengua nativa de los aborígenes.

Los traductores

 No se trataba de utilizar intérpretes, como en los comienzos de la conquista (situación que obstaculizó la evangelización), sino de penetrar de modo más eficaz en el espíritu y en la técnica de esas lenguas, para poder adentrarse en las almas de los nativos. 
Con todo, hubo aborígenes neófitos capaces de suplir con su buena voluntad la ignorancia idiomática de algunos misioneros, y lograron traducir los sermones en lenguas vernáculas. 
Algunos doctrineros como Fray Jerónimo de Mendieta, docto en el idioma náhuatl, historiador español y autor de la “Historia Eclesiástica Indiana” (citado por Joaquín García Icazbalceta, México, 1870), reconocía en algunos indígenas “una rara capacidad para traducir y comunicar estas obras con tanta autoridad, energía, exclamaciones y espíritu que evidenciaba la Gracia que Dios les había concedido”. Este aprendizaje de las lenguas indígenas, si en un principio es empresa de perentoria necesidad a los fines de la evangelización, no resulta por ello menos valioso ni trascendente para lo futuro. La labor de los primeros lingüistas españoles en Indias no podía ser ni más noble ni más urgente.

Los primeros catecismos

De modo paralelo a las predicaciones, y para auxiliar a los naturales en su tarea de asimilar los principios religiosos, se escribieron los primeros catecismos en lenguas indígenas.
El presidente de la Audiencia de México, a la vez obispo, Istmo, Sebastián Ramírez de Fuenleal, en el año 1532, envió a España los originales de dos catecismos que se habían traducido al náhuatl, para que fueran impresos, solicitando que se editaran de cada uno de ellos de dos a tres mil ejemplares, “para que los indios sean doctrinados y los que saben leer sepan enseñar a los otros”, le expresaba al monarca Carlos I en su carta.
Una vez establecida la imprenta en México, brotan los textos bilingües o escritos solamente en alguna de las lenguas nativas con una importante producción. Robert Ricard, en “La conquete spirituelle du Mexique” (Fondo de Cultura Económica, México, 2005), elabora un inventario desde la conquista en 1523 hasta 1572, de 109 obras repartidas según el respectivo grupo lingüístico de la siguiente forma: 66 en náhuatl, 13 en tarasco, 6 en otomí, 5 en pirinea, 5 en mixteca, 5 en zapoteca, 4 en huasteca, 2 en totonaca, 1 en zoque y otra en el dialecto de Chilapa, además de un catecismo en caracteres figurativos. 
 La participación de las órdenes religiosas en este aspecto de la cultura se distribuye así: 80, escritos por franciscanos, 16 por dominicos, 8 por agustinos y 5 anónimos.
El ejemplo más típico y ahora mejor conocido de estos primitivos manuales, es el de la “Doctrina cristiana en lengua española y mexicana, hecha por los religiosos de la orden de Santo Domingo. El autor principal es Fray Pedro de Córdoba, la traducción a cargo de los religiosos dominicos, editada por Zumárraga, corregida por Fray Domingo de Betanzos y salida de la imprenta de Juan Pablos en 1548. Esta obra fue impresa dos veces en la misma ciudad: en febrero y en abril del año 1550, lo que acredita sobradamente la difusión que obtuvo, derivada de su extrema utilidad para la obra evangelizadora. 
 Fray Zumárraga expresaba: “Para los indios será de mucho fruto” y añadía: “Y mucho más si se traducen en lenguas de indios, pues hay tantos dellos que saben leer”. Esto último implica que los manuales bilingües no se componían solo con la intencionalidad de ponerlos en manos de los misioneros, sino también en las de los naturales del país, lo que justifica las tres ediciones en poco más de dos años.

La imprenta

 La confección de manuales, doctrinas, sermonarios, etc., en las más diversas lenguas, proliferó en todos los ámbitos del Nuevo Mundo. Los ejemplares manuscritos circulaban de mano en mano, utilizándolos los misioneros y párrocos en las tareas de su ministerio. La paz de los conventos era por entonces una paz dinámica, urgida de impaciencia creadora.
A medida que la imprenta amplía su radio de acción, semejante impulso se vuelve más acelerado, estimulando la confección de tan esenciales elementos de la tarea evangelizadora. 
El III Concilio Limense, abierto por Santo Toribio de Mogrovejo el 15 de agosto de 1582, acordó la impresión de catecismos, confesionarios y sermones en las lenguas más usadas del país. El padre José de Acosta, jesuita, se aplicó a preparar el texto castellano del catecismo, el cual fue vertido a los idiomas vernáculos por los Padres Blas de Valera y Bartolomé de Santiago, ambos mestizos y docto el primero en quechua y el segundo en aimará. De este modo apareció en 1584 la trilingüe “Doctrina cristiana y catecismo para instrucción de los Indios y demás personas que han de ser enseñadas en nuestra Sancta Fe”, impreso por Antonio Ricardo en la Casa de la Compañía en Lima.

Para los comienzos del siglo XVII, la floración de libros evangelizadores sorprende por su extensión y variedad. La gran mayoría de las lenguas aborígenes cuentan ya con catecismos, sermonarios y otros textos que han sido vertidos a ellas con devota paciencia y suficiente prolijidad. Esto demuestra cómo durante el tiempo del dominio español se cumplió con mayor fidelidad que en ningún otro lugar del planeta, el precepto de predicar en todas las lenguas.

Los lingüistas

El fervor misionero inicial continuó con sencillos vocabularios y gramáticas que auxiliaron la obra evangelizadora y más tarde con la preparación de diccionarios bilingües, concebidos ya como instrumentos de educación, vehículos para que los indígenas cultos pudieran adentrarse en la lengua de sus conquistadores. Debe señalarse como un paso decisivo en este orden, la publicación en México en 1571 del “Vocabulario de la lengua mexicana” de Fray Alonso de Molina, obra monumental que aún en nuestros días sirve de base y fuente de consulta para todos los estudiosos de la lengua náhuatl. Esta obra tuvo una reedición en Leipzig en 1880.
Una pléyade de religiosos tanto del clero secular como del regular rivalizaron en la labor de estudiar la lingüística indiana, un trabajo arduo y sistemático. Es de destacar la colaboración de seglares notables y la eficiente labor de numerosos y cultos farautes aborígenes. A lo largo de los siglos XVI al XVIII, fueron publicados completísimos diccionarios y gramáticas. Hubo un momento en el cual puede decirse que la preocupación lingüística se había hecho común. Si era natural el aprendizaje de una o varias lenguas indígenas por los misioneros, no resultaba insólito el que ciertos naturales conocieran el castellano y hasta el latín. Estas lenguas se manejaban con soltura y elegancia.
El Imperial Colegio de Santa Cruz de Tlatelolco fue rico semillero de indios latinistas. Uno de estos aborígenes, Juan Badiano, natural de Xochimilco y maestro en el referido Colegio, tradujo al idioma del Lacio la obra de su compatriota Martín de la Cruz acerca de las plantas medicinales indígenas, que además había ilustrado y que constituye el famoso “Codex Barberini” o “Manuscrito Badiano”, que se custodia en la Biblioteca Vaticana, y del cual se hizo en 1940 en Baltimore, una versión inglesa.
 Pero también hay que considerar que los hombres que arribaron a América eran hombres que representaban los significados de la Modernidad y del Renacimiento: todos o casi todos conocían el latín teórica y prácticamente, y procuraban su enseñanza y difusión. De allí el interés por hacer extensiva esta enseñanza al mundo aborigen. 
 Los nativos habían mostrado tal capacidad para el aprendizaje de las lenguas que aún en las provincias había indios trilingües. Algunos misioneros en su exaltación por la instrucción en lenguas llegaron a la exageración: relata Fray Antonio de Tello en su “Crónica miscelánea”, referente a la provincia franciscana de Jalisco, que Fray Francisco de Zúñiga, vascongado y excelente polígloto, se las arregló de modo que en el curato de Colula algunos de los aborígenes aprendieran a cantar en vascuence.

La sorprendente inclusión

 Esta ilustración superior de los nativos encontró detractores. El escribano Jerónimo López se dirigió al Emperador Carlos V en carta fechada el 20 de octubre de 1541, expresando: “no contento los frailes con que los indios supiesen leer, escribir, puntuar libros, tañer flautas, chirimías, trompetas y teclas, ser músicos, pusiéronlos a aprender gramática. Diéronse tanto a ello y con tanta solicitud que habían muchachos y cada día más que hablan tan elegantemente latín como Tulio (Cicerón), y viendo que esto iba en crecimiento, no alcanzando los monasterios, hicieron colegios donde aprendiesen las ciencias. Es cosa de admirar ver lo que escriben en latín, cartas, coloquios y lo que les dicen”. 
 La esmerada cultura de un sector de los aborígenes había superado a la de sus dominadores. Estos habían puesto a su alcance los basamentos de su propia cultura, al facilitarles el instrumento idiomático con el cual podían introducirse en el humanismo clásico.
 La enseñanza del idioma vernáculo alcanzaría en el Perú, categoría universitaria. El Virrey Toledo, en 1577, incluyó al quechua entre las diecisiete cátedras que, dotadas por él, se crearon en la Universidad. Más adelante una ordenanza del propio Virrey, establecía que nadie podía ordenarse sacerdote, o graduarse de bachiller o licenciado, sin haber cursado la asignatura de lengua indígena, o demostrado conocer ésta. 
 La labor lingüística que desarrollaron los clérigos con tesonero empeño, en su comienzo respondió a un objetivo evangelizador, pero con el transcurso del tiempo, fue la herramienta que posibilitó la expansión de la cultura de la época, en la extensión de la educación posible dirigida a los naturales, en la que muchos de ellos destacaron y se constituyeron a su vez en transmisores de la cultura, que los miembros de la Iglesia derramaron generosamente en el Nuevo Mundo.
 
 

.
.
.
.
.
.
.
.

PUBLICIDAD
PUBLICIDAD