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Con pocos días de diferencia, Chile pasó de ser un ejemplo de crecimiento y estabilidad para América Latina a un volcán en erupción, con tanques en la calle y las Fuerzas Armadas empeñadas en restablecer el orden público en un escenario de inusitada violencia. Un país acostumbrado a los movimientos sísmicos experimentó un terremoto político de grado 10 en la escala Richter, en medio del estupor de una clase dirigente incapaz de imaginar los temblores que se incubaban bajo sus pies.
Desde el restablecimiento de la democracia en 1990, Chile protagonizó notorios avances. Según el Indice de Desarrollo Humano (IDH) es, junto con Uruguay, el país de más alto ingreso por habitante de la región. En ese lapso, la pobreza se redujo del 39% al 13,7% de la población.
Tiene uno de los mejores sistemas educativos de Latinoamérica: el 80% de sus jóvenes egresan de la escuela secundaria. Presenta también la tasa de homicidios más baja: 3,46 por cada 100.000 habitantes.
Su economía ostenta los mejores niveles de competitividad a nivel regional, ocupando el puesto 33 en el ranking mundial.
La contrapartida de estos logros es el incremento de la disparidad social. El índice Gini, que mide la diferencia entre los estratos de mayores y de menores ingresos de la población, muestra que Chile se encuentra entre los quince países del mundo con mayor desigualdad.
Según un estudio del economista Branko Milanovic, en 2013 el 5% de la población chilena con los ingresos más bajos presentaba el nivel de Mongolia, mientras que el 2% de ingresos más altos tenían un nivel equivalente al de Alemania.
Revolución de las expectativas
Lo que sucede en Chile es una clara manifestación de lo que el economista colombiano Eduardo Lora bautizó como la "revolución de las expectativas" reflejada con distintas modalidades en otros países de América Latina.
Pasado un primer momento de conformismo, la mejoría del nivel de vida de las clases medias generó, sobre todo en sus estamentos juveniles, nuevas expectativas sociales que distan de haber sido satisfechas.
En Chile esas expectativas renovadas se expresan en las protestas por el aumento del costo de la educación superior, a la que como resultado del progreso económico tiene acceso un 45% de la población. La elevación de los aranceles universitarios indigna a los jóvenes y es uno de los motores de estos estallidos de protesta, en los que el movimiento estudiantil desempeña un rol protagónico.
Concertación, alternancia y crisis
Tanto los logros de la experiencia chilena como sus consecuencias estuvieron enmarcados en un ciclo iniciado con el restablecimiento de la democracia en 1990, cuyo rasgo principal fue la edificación de consensos. La transición chilena fue el resultado en un pacto cívico-militar. El modelo económico impuesto por el régimen militar no fue modificado esencialmente desde entonces hasta ahora.
En estas últimas tres décadas, la implementación política de ese consenso tuvo dos etapas. El primer período estuvo signado por los cuatro sucesivos gobiernos de la Concertación, una coalición de centro-izquierda, nucleada alrededor de la Democracia Cristiana y el Partido Socialista. El rol de la oposición quedaba a cargo de una fuerza de centro-derecha proclive a la negociación con el oficialismo.
Esa distribución de fuerzas sustentó las presidencias de los democristianos Patricio Aylwin (1990-94) y Eduardo Frei (1994-2000) y de los socialistas Ricardo Lagos (2000-06) y Michelle Bachelet (2006-10). En ese esquema, el Partido Comunista, el más poderoso en su género en América del Sur, que llegó a enfrentar a Pinochet con las armas, a través de un brazo militar, el Frente Patriótico Manuel Rodríguez, permanecía como una recatada oposición de izquierda.
En 2010, el triunfo de la coalición conservadora encabezada por Piñera terminó con la hegemonía de la Concertación e inició una etapa signada por la alternancia. A Piñera (2010-2014) lo sucedió nuevamente Bachelet, quien gobernó entre 2014 y 2018. Pero en ese regreso ocurrió un cambio político: el Partido Comunista abandonó la oposición y, por primera vez desde la época de Allende, pasó a integrar la coalición gubernamental, en la que quedó diluido el peso de la Democracia Cristiana.
El nuevo escenario
La participación del PC en el segundo mandato de Bachelet funcionó como amortiguador de las tensiones sociales, en particular de las protestas estudiantiles y las reivindicaciones indigenistas de los mapuches. En 2017, la Democracia Cristiana abandonó la coalición gobernante.
Esto facilitó una nueva victoria de Piñera. La lógica del sistema indicaba que en 2022 Bachelet retornaría nuevamente al Palacio de la Moneda. Pero el "cisne negro" del estallido social se interpuso abruptamente en su camino. El nuevo escenario tiene otros actores que adquirieron creciente relevancia en los últimos años.
En 2017, surgió el Frente Amplio (FA), una heterogénea coalición de grupos contestatarios que incluye desde sectores de ultraizquierda, movimientos ambientalistas, organizaciones feministas y agrupaciones estudiantiles hasta el Partido Pirata, que preconiza una democracia directa basada en el empleo de las redes sociales.
Su candidata, la periodista Beatriz Sánchez, obtuvo el 20% de los votos en las elecciones que ganó Piñera y estuvo cerca de desplazar del segundo lugar a Alejandro Guillier, postulado por la alicaída alianza de socialistas y comunistas.
Un estudio del Centro de Estudios Públicos revela que la opinión pública trasandina está cada vez más distante de la dicotomía ideológica entre derecha e izquierda.
En 1993, el 26,1% de los encuestados se había manifestado identificado con la derecha o centroderecha, el 19,8% con el centro y el 33,7% con el centroizquierda o izquierda.
En 2017, esas cifras bajaron al 11,9%, el 11,3% y el 15,4%, respectivamente.
En cambio, los entrevistados que dijeron no sentirse expresados en ninguna de esas etiquetas saltaron del 11,5% al 48,6%.
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