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En Cerrillos, la “represa del chorro” fue hasta los años 80 del siglo pasado, uno de los lugares más concurridos en verano. Podríamos decir, sin temor a equivocarnos, un lugar equiparable al oasis de las Tres Palmeras en Salta, o al canal de Campo Quijano. Casi seguro que no hubo lugareño, desde los años 40 en adelante, que no haya concurrido a la “represa del chorro” para darse un refrescante chapuzón.
El “chorro”, era la caída de agua de una acequia que integraba el sistema de riego del río Toro. El agua que llegaba por ese acueducto de principios del siglo XX, se embalsaba en una represa de casi una hectárea de espejo, lugar que los cerrillanos bautizaron como la “represa del chorro”.
Cuando a principios de 1900 concluyó la construcción de la represa, se plantaron decenas de sauces con el fin de que con el tiempo, las raíces impidan la erosión del talud perimetral. Con los años, los árboles crecieron y de a poco el lugar se convirtió en una especie de oasis, fresco, tranquilo y con una frondosa arboleda alrededor del agua. El lugar fue preservado con mucho celo por la Dirección Nacional de Irrigación, organismo que prohibió por años el ingreso al predio por parte de personas ajenas al ente, so pena de pasar la noche en el “hotel del gallo”, como le decían al calabozo. Y así fue hasta 1946, cuando el riego del Valle de Lerma pasó a manos de la AGAS (Administración General de Aguas de Salta), organismo que de a poco dejó la prohibición de lado. En tanto los cerrillanos comenzaron a localizar, de a poco, este lugar paradisíaco, especialmente para verano. Descubrieron que bajo esas enormes sombras, que proyectaba el bosque de sauces, se podía disfrutar de un hermoso día de campo. Y por si eso fuese poco, también descubrieron que a metros tenían a su disposición un pequeño balneario. Es que la acequia que bajaba de Quijano, al volcar con fuerza su caudal en un ángulo de la represa, había formado con el tiempo una ollada de arena, de unos 12 metros de diámetro. A su alrededor habían crecido serenos, sauces y moreras, cuyas ramas pronto sirvieron de precarios trampolines usados por los changos más audaces.
Pero la “represa del chorro” no solo fue con el tiempo, el balneario de los cerrillanos, sino también un lugar de pesca. Bajo sus mansas aguas abundaban las mojarras y las viejas del agua, en tanto en las cuevas del talud se escondían gruesas y resbalosas anguilas que solo un experto, el “Chiva loca”, se animaba a sacarlas con sus manos. En tanto la yusca, ese exquisito pez de agua dulce, hoy casi extinguido, reinaba en las acequias aledañas.
Las desgracias
Pero junto a las diversiones domingueras y a las largas guitarreadas bajo las sombras generosas de los sauces, donde abundaba el “tintillo”, pronto se acercó la desgracia. Y así fue que muchas cacharpayas, esas de fuelle, guitarra, bombo y violín, de los años 40 y 50, terminaron en tragedias. No faltaron los que envalentonados por el alcohol, se zambullían en la represa para hacerse los valerosos y no salían más. Muchos, por irresponsables, inexpertos o simplemente por no saber nadar, fueron atrapados allá abajo por el traicionero embudo de la compuerta, bajo casi cinco metros de agua.
Y así, un lugar paradisíaco pronto se transformó en temido, donde la muerte no dejaba de merodear. Y tras las desgracias, pronto llegaron los “aparecidos”, los fantasmas y hasta el horrible “farol del agua”.
La terrible historia que le tocó vivir a una pareja
Se supo del caso, por la denuncia policial del novio involucrado.
Luego de tantas desgracias ocurridas en la “represa del chorro”, la gente entró a temerle al lugar, sobre todo al caer la tarde. En verano, después del mediodía, la represa y el chorro se llenaba de gente que iba por un fresco chapuzón. Y el paso del tren de Quijano a Salta, después de las cuatro de la tarde, servía para calcular la hora, pues nadie quería quedarse en el lugar cuando caía la tarde. Solo los desprevenidos o recién llegados al pueblo, se quedaban más allá de la oración, hora que el “farol del agua” comenzaba a incursionar en la represa.
El caso del porteño
Y así fue que un día, un porteño recién llegado a Cerrillos, se enamoró de una joven lugareña. Alguien le aconsejó que la llevara para el “chorro”. “Es un lugar especial para los enamorados”, le dijeron. Y así fue que una tarde calurosa, Juan Ramón se fue al “chorro” con su linda muchachita. Ya caía el crepúsculo cuando comenzaron a caminar, tomados de la mano, por el caminito que orillaba la represa. Un enorme tronco de un sauce caído les sirvió para hacer un alto en el romántico recorrido. Se sentaron a conversar y decirse cosas de enamorados. El porteño, ligeramente apicarado, alargaba de intento la tierna conversa, esperando como el zorro, que las sombras de la noche enternecieran aún más, aquel maravilloso romance del estío. Y así, entre caricias y promesas, la noche los envolvió sin que se den cuenta. De pronto, un chapuzón en el agua cercana los devolvió a la realidad.
Entonces vieron -según él expuso en la policía- que desde el agua, emergía ruidosamente una luz titilante y amarillenta, y dos brazos que se agitaban con desesperación. Y a poco, se escuchó un alarido desgarrador, horroroso. Era la voz de un hombre que desde bajo del agua pedía auxilio. Mientras tanto el farol, amarillento y titilante, seguía moviéndose de un lado para el otro como tratando de prestar auxilio a los que yacían bajo el agua. De pronto, tomó altura y desde lo alto comenzó a proyectar su pálido haz de luz sobre la superficie acuática. Entonces pudieron ver como emergían del agua varios pares de brazos que pedían en silencio desesperada ayuda. Y tal como emergían, volvían a hundirse.
El horripilate espectáculo duró minutos pero para los enamorados fue una eternidad. Como pudieron, salieron del laberinto de caminitos que rodeaba la represa y corriendo alcanzaron las primeras casas del pueblo. El porteño quería ir a la policía, pero ella le pidió que antes la acompañara hasta su casa, El KeMiLuMa. Allí se despidieron, prometiendo el porteño volver al otro día. Y así fue. A la mañana siguiente se presentó en El KeMiLuMa el porteño. Golpeó y golpeó las manos pero nadie salió. En eso, un vecino que pasaba le dijo; “Señor, no golpie pue, hace años que aquí no vive nadie...”.
El chico del circo Parra
Transcurría la primera mitad de los años 60 del siglo pasado cuando para el verano llegó al pueblo, el recordado circo Parra. Allí trabajaba toda la familia, compuesta por los padres, dos hijos varones y una niña. El padre era el tony, la figura favorita de los chicos del pueblo. La madre, una linda mujer de ojos claros, equilibrista y trapecista de las alturas del modesto coliseo. Y al igual que ella, sus dos hijos varones también eran hábiles trapecistas. Una tarde, el menor, un veinteañero de ojos como su madre, fue al “chorro” por una zambullida. Los changos le pidieron un salto mortal desde la rama alta del sereno y aceptó. Pero lamentablemente fue su último salto mortal.