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Es necesario entender que el cierre de colegios no sólo provoca un incalculable atraso educativo, sino que, más grave aún, está dañando la mente y el estado anímico de nuestros chicos y de la sociedad en general.
La educación es el mecanismo imprescindible por el cual nos aseguramos una transmisión adecuada de conocimientos -apropiados, consensuados y actualizados- de una generación a las siguientes. Es también la base para que estas nuevas generaciones puedan acceder a otras habilidades, en un proceso que demanda esfuerzos sincronizados y continuos entre educadores y educandos. Es que el conocimiento es acumulativo y sólo puede avanzar sumando y construyendo por sobre los conocimientos y descubrimientos realizados por generaciones anteriores.
La educación y las instituciones educativas -su ámbito de desarrollo por excelencia-, tienen un valor formativo que no puede ser dejado de lado. Es por ello que la educación debe ser conceptualizada, diseñada y planificada en un sentido integral y amplio y no sólo como la mera acumulación de conocimientos académicos. Al inicio de este proceso, el sistema educativo enseña a los niños a compartir y a convivir. Enseña que hay reglas y que hay que vivir de acuerdo con estas reglas. En la escuela se hacen los primeros amigos, se aprenden códigos de conducta y se adquieren valores. La escuela obliga a horarios y a rutinas. Y son justamente estas rutinas las que permiten a los niños desenvolverse en un entorno de confianza y certidumbre, lo que los lleva a explorar y maximizar sus potencialidades.
Hoy, este proceso fue interrumpido de una manera abrupta. Argentina es el único país del mundo que, ante la realidad impuesta por la pandemia, ha interrumpido un año entero su ciclo lectivo en todos sus niveles: iniciales, primario, secundario, terciario e, incluso, universitario. Y en un hecho por completo inexplicable e injustificable, ha procedido a abrir casinos, bares y restaurantes antes que guarderías, escuelas, colegios e instituciones educativas. Como comentara el doctor Conrado Estol en “La Nación”: “Es paradójico que en Europa los restaurantes y bares están cerrados, pero los colegios están abiertos y en nuestro país, los colegios están cerrados y los restaurantes y bares abiertos. Es improbable que las dos políticas sean acertadas al mismo tiempo”.
Quizás esto sirva para poner en una dimensión real -no discursiva-, la prioridad que le otorga el gobierno nacional y los distintos gobiernos provinciales a la educación. Cuesta dimensionar el daño -educativo- que esta interrupción tan prolongada va a provocar. Más allá de las cifras ya comentadas en un artículo anterior en estas mismas páginas, creo que es necesario pensar, también, en esta otra dimensión que es tanto o más importante y que se refiere al daño psicológico o emocional que se está provocando -casi con la magnitud de otra epidemia- en nuestros niños y adolescentes. Y que ya también se ha extendido al resto de la sociedad.
Es muy ilustrativo leer la columna escrita por la psicóloga y terapeuta familiar, Esther Ramírez Matos: “No, los niños no se están adaptando bien” ; donde cuenta con mucha claridad la situación de angustia y agobio con la que los niños pequeños están atravesando esta situación. O la frecuencia con la que se escucha ahora a padres contar -con vergüenza- cómo niños pequeños pierden el cabello por el estrés emocional o cómo algunos niños sufren fuertes regresiones volviendo a dormir en la cama de los padres, o que se orinan en la cama de nuevo cuando esa era una etapa que ya habían logrado superar.
“Los jardines de infantes están cerrados. El desarrollo social y cognitivo de un niño hasta los cinco años tiene impacto definitivo en la vida adulta”, afirma una foto muy elocuente en #padresorganizados. También cada día es más frecuente escuchar sobre casos de adolescentes que no se levantan de la cama o del sillón; o que no tienen interés en conectarse a las clases virtuales; o que son incapaces de dejar de jugar a videojuegos en plena clase virtual; o que muestran señales de desaliño e, incluso, de dejadez personal.
En los últimos días, en absoluta sintonía con todas estas percepciones y comentarios, la Asociación Argentina de Pediatría publicó una encuesta elaborada a más de 4.500 niños, niñas y adolescentes de entre 6 y 18 años, de alcance nacional, y que fuera realizada entre el 1 y el 30 de septiembre de 2020.
Los resultados no pueden ser más elocuentes.
El 84% de los niños manifestaron que la escuela les ocupaba gran parte de su vida y, de esa vida, los más pequeños (6 a 9 años), rescatan lo afectivo, vinculado a una vida feliz y divertida (64,2%), mientras que los niños entre 10 y 14 años enfatizan el rol de la escuela y las actividades más rutinarias (89%). Los adolescentes también destacan la escuela y esa rutina “activa” y “agotadora”, llena de actividades y donde transcurrían la mayor parte del día fuera del hogar sintiéndose “libres” (84%). Con la cuarentena, en cambio, los encuestados expresaron fuertes sentimientos negativos como tristeza, desánimo y aburrimiento (74%). El sentimiento de tristeza es manifestado por el 71% del grupo de nivel inicial y primario; desánimo y aburrimiento se expresa mayormente en el caso de los niños entre 9 y 14 años y las niñas son quienes expresan mayores niveles de tristeza, estrés y ambivalencia emocional.
De manera casi unánime -el 91% de los chicos encuestados- han extrañado a alguien durante la cuarentena (amigos, compañeros de actividades y familiares): el grupo de 6-9 años expresó extrañar a familiares (60%), en especial a sus abuelos y el grupo de 10 a 14 años (49%), manifiesta en primer término extrañar a sus amigos. Sobran datos y estadísticas en el reporte, pero, quizás, sea más justo detenernos en sus expresiones: “extraño levantarme temprano para ir al colegio, llegar y ver todos mis compañeros y que me abracen”; “extraño la escuela y salir cuando quiera y donde quiera, con mi mamá”; “no extraño el colegio, pero si verme con mis amigos todos los días” y la más fuerte; “extraño abrazar, besar, salir sin un barbijo e ir al colegio”; todas ellas expresiones frecuentes entre los niños entre 6 y 9 años.
Más crudo: 77% de ellos manifiesta enojo sin una causa expresa; clara expresión de un malestar que no saben poner en palabras.
Por supuesto esto no es privativo de los niños y, estos mismos cuadros de ansiedad o de depresión, se registran con cada vez mayor frecuencia entre los adultos.
La Fundación Ineco, del prestigioso neurocientífico argentino Facundo Manes, determinó que los niveles de depresión en la población argentina se han quintuplicado con respecto a los valores “prepandemia”. “Al principio de la cuarentena, seis de cada diez argentinos tenían síntomas leves, moderados o severos de ansiedad. Con el transcurso de los días, esos síntomas se mantuvieron, pero la angustia se fue transformando en depresión”, explicó Manes. Y los más afectados son los jóvenes: ocho de cada diez tienen algún síntoma de depresión, asegurando que “estamos viendo una epidemia de enfermedad mental” advirtió el experto en declaraciones a Radio Mitre.
¿Y el año próximo?
El año 2020 se está terminando y, con suerte, el año que viene tendremos clases presenciales otra vez. Dicho esto, ¿qué podría pasar si, luego de las vacaciones y espejando lo que hoy está sucediendo en Europa se desatara una segunda o una tercera ola del virus?
Es sabido que, hoy, la única estrategia del gobierno es la vacuna. Pero ¿qué podría ocurrir si para ese momento no se contara todavía con una vacuna efectiva? ¿O si no se hubiera podido realizar la campaña de vacunación masiva tal y como se necesita? O peor, ¿qué podría suceder si la cepa del virus ya hubiera mutado haciendo que la vacuna fuera no del todo efectiva o hasta resultara inefectiva por completo?
Argentina carece del hábito de anticiparse a los problemas y de pensar por adelantado escenarios, situaciones adversas y posibles soluciones - aún imperfectas - ante estos panoramas cambiantes e imprevisibles.
Pero, lamentablemente, estas son preguntas incómodas que debemos hacernos y comenzar a pensarlas y responderlas ahora. La salud emocional y mental de nuestros niños y de nuestra población en general merece que nos hagamos estas preguntas y, más importante todavía, que encontremos soluciones sensatas. No podemos darnos el lujo, de ninguna manera, de tener los colegios cerrados todo otro año completo por segundo año consecutivo.
Eso no sería ni una solución sensata ni una respuesta responsable a la sociedad.