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El canciller, en la mira

Martes, 08 de diciembre de 2020 00:00
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La historia de la diplomacia está repleta de "gaffes" que son dignos de rememorar. Por ejemplo, en 1992, el presidente estadounidense George Bush (el padre de George W. Bush) fue noticia en todo el mundo después de sufrir un inconveniente de salud en Japón y vomitar su cena de Estado en la falda del primer ministro Miyazawa. Hasta el día de hoy, gracias a esa experiencia, existe una nueva palabra en japonés: bushusuru, que traducido al español significaría "hacer una de Bush".

En 1995, en su visita a Brasil como presidente de Alemania, Roman Herzog fue recibido en el Palacio de Planalto por Fernando Henrique Cardoso mientras la orquesta ejecutaba Auferstanden aus Ruinen - el himno de Alemania del Este.

Sin ir más lejos, durante la reunión del G-20 en Buenos Aires, el rey de España y el presidente del Gobierno debieron esperar horas en el avión hasta la llegada de una escalinata y la alfombra roja.

En ese mismo encuentro, ya en la sala de reunión, el saludo fraterno -con un "choque los cinco" de por medio- entre Vladimir Putin y Mohammed bin Salman a dos meses de la ejecución de Jamal Khashoggi en Turquía, fue un acontecimiento geopolítico mucho peor que un error no forzado.

Aun así, la historia de la diplomacia, las cancillerías y los alfiles políticos que las ocupan está minada de sucesos que van desde lo gracioso a lo estratégicamente planificado, como fue el recibimiento de Putin a Angela Merkel en 2007, en lo que fue la última reunión del G-8 antes de la expulsión de Rusia. Putin la recibió acompañado de su perro, un labrador negro, Koni, siendo Merkel cinofóbica.

El episodio protagonizado por el actual canciller argentino Felipe Solá con sus declaraciones falsas acerca del temario de la conversación telefónica entre el presidente Alberto Fernández y el presidente electo de Estados Unidos, Joe Biden, no entraría ni en el análisis cómico ni en la estrategia política deliberada.

Por un lado, la obligación de comunicar las repercusiones políticas del desarrollo de la relación diplomática bilateral es potestad del canciller. Ahora bien, nada de esto amerita la falta de veracidad o intentar sobrevender el resultado de una acotada conversación telefónica. Quizás las urgencias propias de la posición política del canciller tengan un correlato con su error fundamental de querer forzar un resultado que nunca existió, aun en relación a una negociación clave para la Argentina como es el acuerdo con el Fondo Monetario Internacional.

El error de carisma, estratégica y decoro diplomático deja abierta en el mundo la mirada de que la comunicación de alto contenido y simbología política no es una prioridad para el Ejecutivo, sino un espacio de contestación entre facciones de la coalición gobernante. Puede ser. Pero en definitiva, la colección partidista de opiniones siempre debe mostrar un frente común hacia el ámbito internacional, sobre todo si se trata de defender una posición común en la política exterior.

El error del canciller también dificulta la relación estratégica entre el ministro de Economía, Martín Guzmán, el representante ante el Fondo, Sergio Chodos, el embajador argentino ante Washington, Jorge Argello, los miembros del staff del FMI, y el representante actual de Estados Unidos en el Board, Mark Rosen. Si bien Rosen depende de las políticas del presidente Trump, también ha tenido vocación de diálogo y acercamiento con Guzmán, Chodos y Argello, apoyando la postura nacional ante el Fondo.

Los menos de diez minutos de declaraciones de Felipe Solá, entre otras cosas culpando a Rosen de actitudes obstruccionistas, desarmaron más de un año de la construcción de la relación entre Argentina, Estados Unidos y el Fondo Monetario Internacional.

Por supuesto que el canciller, como el presidente, deben tener posturas claras y a veces duras para defender los intereses del país -así lo fue en el 2005 durante la negociación con el Fondo bajo el liderazgo de Néstor Kirchner, Roberto Lavagna y Jorge Taiana-. Las posiciones pueden defenderse desde un lugar de intransigencia sin perder el decoro, ni mucho menos faltando a la verdad. Solo bastaría escuchar a los sucesivos representantes permanentes de Argentina ante las Naciones Unidas defender la soberanía sobre el Atlántico Sur para entender y aprender cómo se defiende una postura con altura y de manera consistente. El último libro de Nicolás Scheines Una semana en Malvinas sería un buen comienzo a modo de aprendizaje para el canciller.

Otro punto de análisis es intentar cuantificar el daño político a la figura del presidente, a la política exterior de la Argentina y la conveniencia de sostener a Solá en el gabinete. Fernández ya ha demostrado que la resiliencia política de muchos de sus ministros es más bien el resultado del cálculo del balance de poder interno de la coalición gobernante que la necesidad imperiosa de rever el rumbo y calificaciones personales de quienes dirigen carteras claves en el Gobierno. La expulsión de Alejandro Vanoli por el mal manejo de la Anses al principio de la pandemia no es igual a cambiar al jefe de la diplomacia argentina. El Presidente tendrá que revisar hasta qué punto su eterno equilibrio es a costa de la seriedad institucional que viste a los intereses de la política exterior.

A modo de ilustración, en los próximos dos años, con la llegada de Biden, Argentina deberá resolver posiciones sobre Venezuela, el G-20, la relación con México, la equidistancia con China, la defensa de la cuestión Malvinas, lidiar con el Banco Interamericano de Desarrollo, la deuda con el FMI y relanzar el Mercosur para llegar a buen puerto con el tratado de libre comercio con la Unión Europea. Un canciller con su credibilidad dañada y sin espacio de maniobra entre pares puede ser un problema ante estos temas.

Quizás, ante la necesidad de profesionalizar la política, el Presidente pueda convocar a una figura superadora, al menos, sabedora de los pilares del ejercicio de la diplomacia estratégica, medida y preparada para defender los intereses nacionales. Todavía está a tiempo.

 

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