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Una enfermedad es más que el virus o bacteria que la produce. Los síntomas aparecen como el iceberg de una situación en la que lo biológico corresponde a la parte visible, subyacente a eso, existen muchos otros factores que no siempre se aprehenden a simple vista: la miseria, la tristeza, la angustia, los padecimientos sociales.
Ramiro Carrizo, ministro de Salud de Perón en los años 40 y 50, solía decir que los microbios son pobres causas de enfermedades si se las compara con los factores recién enumerados. Ello no significa ignorarlos, pero sí saber que se combinan con elementos no siempre vinculados a la biología.
Las epidemias han contribuido a conformar las sociedades e incluso a cambiar el curso de la historia. Existen ciertos escenarios que preparan su aparición y por lo menos tres formas generales de examinar tales cuestiones. Una de ellas es considerar epidemias previas y las maneras cómo han afectado a las naciones, su política. Otra, consiste en describir la “anatomía sociológica” interna de una epidemia, o sea las respuestas sociales y políticas que surgen a su paso. Finalmente, es necesario hacer una lectura de las respuestas de la sociedad respecto a otras enfermedades.
La historia de las epidemias muestra, con fehaciente evidencia, que los factores sociales son determinantes en el auge, progreso y evolución de las enfermedades. La peste bubónica no hubiese existido sin la proliferación de ratas negras en las ciudades medievales o, tal vez, no padeceríamos de gripe si no se hicieran viajes transoceánicos, o no hubiese contactos personales tan cercanos.
La responsabilidad social y política en la generación de enfermedades es tan relevante que la OMS lo reconoce al afirmar que “los desastres, naturales o provocados por el hombre pueden agravar considerablemente el riesgo de epidemias. Tal es el caso del dengue, que a pesar de conocer los aspectos microbiológicos, el vector (el mosquito) y como evitar su reproducción, los factores sociales (pobreza, poca higiene, asentamientos no planificados) y políticos (débiles campañas de prevención) prevalecerán en su control (Micucci, 2009). Del mismo modo ocurrió con el ébola, el cual se generó en un contexto de extrema pobreza y una débil o escasa infraestructura sanitaria (Navarro, 2014)”.
Cada epidemia es un hecho novedoso, único, que comparte elementos con otras epidemias, pero es otro nuevo evento. El comportamiento de la población durante una epidemia es crucial, y una información correcta, comprensible y objetiva para la población general es fundamental. La comunicación en salud pública y, en especial en un escenario de crisis, como una epidemia, o una pandemia está atravesada por conflictos éticos, desde los valores hasta la deontología. Allí la protección del Estado es clave. Esto también debería reflejarse en estrategias de comunicación oportuna, urgente y eficaz desde la perspectiva de la salud pública y en los esfuerzos para evitar información falsa o sesgada, cualquiera que sea su fuente, que permita actuar sin dilaciones en la detección temprana de síntomas y así evitar la diseminación de la enfermedad. El control de las epidemias requiere cambios de patrones de comportamiento, con una participación activa de la comunidad.
Muchos de los problemas que afligen a las personas en situaciones de epidemias tienen su origen en el miedo en sus múltiples expresiones y un alto porcentaje de ellas, en circunstancias de cercanía evidente al peligro, expresan manifestaciones sintomáticas de angustia e incluso pánico. Ciertos fenómenos desatan los miedos más profundos de la humanidad: pestes, guerras, tragedias naturales. Su potencial de sufrimiento y destrucción, la inevitabilidad de su avance, la ausencia de antídotos despiertan el pánico más primitivo y lo multiplican exponencialmente. El coronavirus vuelve a enfrentar a la humanidad con sus miedos: al contagio, a la enfermedad, al sufrimiento y a la muerte, se traduce hoy en aislamiento, parálisis e incertidumbre, reabriendo con virulencia la incertidumbre y el temor milenario a las infecciones.
La atención psicosocial y de salud mental en situaciones de epidemias está basada en los mismos principios comunes que sustentan las actuaciones en desastres y otras emergencias humanitarias. En contextos epidémicos, ante el riesgo de contraer una enfermedad mortal, los actores sociales convierten a la enfermedad en un condensador cultural que les permite canalizar ansiedades, temores, prejuicios y esperanzas.
Es posible también analizar la anatomía interna de la pandemia, las respuestas de las sociedades, actitudes y comportamientos que se repiten en las mismas, como la renuencia a aceptar que la enfermedad, que una vez reconocida se pasa a culpar a algo o alguien por ello. Por ejemplo, con la gripe de 1918 los países se culparon unos a otros: los franceses la llamaban la “peste de la dama española” y, los ingleses le decían la “enfermedad francesa”
Uno de los efectos más inmediatos, referido por el sociólogo Pablo Santoro, en cualquier brote epidémico es la exacerbación material y simbólica de la diferenciación social entre “nosotros” y “los otros” (entre sanos y enfermos, entre quienes están bien y la multiplicación de las líneas divisorias entre quienes tienen “patologías previas” o pertenecen a “grupos de riesgo”, entre quienes tienen recursos y apoyos y quienes no los tienen, entre “los de aquí” y “los de fuera”, etc.). Estas diferencias se deslizan muy fácilmente en el discurso social hacia una distinción entre “inocentes” y “culpables”, tal como muestran todos los ejemplos históricos, de la peste bubónica al VIH/sida. Comprendiendo las llamadas a la responsabilidad individual y a la importancia del “distanciamiento social” como forma de lucha contra la expansión del virus, también generan una extrema inquietud en su potencialidad para cuestionar los vínculos que nos unen. ¿Qué es lo que nos une y qué lo que nos separa?
Susan Sontag en “La enfermedad y sus metáforas” dice: “Aunque la mistificación de una enfermedad tiene lugar en un marco de esperanzas renovadas, la enfermedad en sí infunde un terror absolutamente extemporáneo. Basta una enfermedad cualquiera como un misterio y temerla intensamente para que se vuelva extremadamente contagiosa...”.