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Algunas imágenes parecían sacadas de películas apocalípticas. Edificios incendiados y en ruinas, tiendas saqueadas y calles atravesadas por vehículos envueltos en llamas. La secuencia comenzó la semana pasada en Minneapolis, donde el lunes 25 de mayo murió George Floyd, luego de que el oficial Derek Chauvin le oprimiera el cuello con la rodilla durante ocho minutos y 46 segundos. Pero se extendió a todos los rincones de Estados Unidos.
En más de 400 ciudades repartidas en los 50 estados del país hubo manifestaciones, muchas verdaderamente multitudinarias. La mayoría fueron pacíficas, pero otras terminaron con estallidos de violencia, que llevaron a los alcaldes de al menos 40 ciudades a imponer toques de queda. Nueva York, Chicago, Los Ángeles, Filadelfia y Washington DC son algunas de ellas.
La mitad de los estados del país convocaron a la Guardia Nacional, que desplegó más de 30.000 uniformados para ayudar a las policías locales a contener los disturbios. En algunos casos, los desbordes de las fuerzas de seguridad sirvieron más para exacerbar a los manifestantes que para contener la violencia, como se vio en Buffalo, donde dos agentes empujaron a un hombre de 75 años y lo dejaron tendido en el suelo, con la cabeza ensangrentada.
El presidente Donald Trump acusó por los hechos vandálicos a grupos de izquierda radical y puntualizó en Antifa, un movimiento antifascista bastante amorfo, y amenazó con llamar al Ejército para restaurar “la ley y el orden”. Pero, si bien hay indicios de la participación de grupos organizados, no parece que tengan la capacidad de generar eventos de este alcance.
Más que el resultado de una conspiración oculta, tanto las movilizaciones pacíficas para pedir justicia y el fin de la discriminación, como los violentos episodios que siguieron a muchas de ellas, parecen expresiones de un malestar creciente. La mayoría canaliza esa frustración de manera civilizada, pero hay grupos en los que brota de manera caótica, creando las condiciones para que delincuentes comunes saquen provecho.
“Aunque la mayoría de los manifestantes están marchando pacíficamente para conseguir justicia para George Floyd, las personas que participan en actos de vandalismo pueden tener objetivos diferentes. Individuos de diversos niveles socioeconómicos pueden tener el mismo objetivo, hacer oír su voz, pero apelar a medios diferentes. Por ejemplo, ¿debe la justicia administrarse a través de los tribunales, o las personas dentro de las comunidades tienen que hacer lo que consideren justo? Desde un punto de vista sociológico, algunos pueden incurrir en vandalismo para apropiarse de bienes, pero otros pueden hacerlo porque consideran que es la única manera de que su voz sea escuchada”, dijo a Infobae Cassandra D. Chaney, profesora de estudios de niñez y familia en la Universidad Estatal de Louisiana.
Estados Unidos tiene una larga historia de casos de violencia policial contra ciudadanos negros que desencadenaron protestas y disturbios masivos. En ese punto, lo que está sucediendo ahora no es novedoso. Sin embargo, un fenómeno que habitualmente se queda en la escena local, pasó a una escala nacional y hasta internacional —en los últimos días hubo protestas en distintos países—. Y acciones que suelen tener a la comunidad afroamericana como protagonista excluyente tienen ahora una composición étnica y sociocultural mucho más diversa.
“El hecho de que las escuelas estén cerradas, de que el 30% o más de la fuerza laboral no esté en el trabajo, que muchas personas más estén trabajando en casa pero sean libres de ir a una manifestación, y de que haya buen tiempo, significa que hay ahora una disponibilidad que antes no había. Por la creciente penetración de los medios de comunicación, con programas nacionales, blogs, redes sociales, etc., ahora todos ven lo que está pasando. Antes, con los medios locales como principal fuente era menos claro lo que estaba sucediendo en otros lugares. Además, hay una brecha etaria: ha aumentado mucho el porcentaje de jóvenes que sienten que sus posibilidades de tener un buen futuro han disminuido o son inexistentes”, explicó Gary T. Marx, profesor emérito de sociología del MIT.
Detrás de la violencia
“Los Estados Unidos de América designarán a ANTIFA como una organización terrorista”, tuiteó Trump días atrás. Más allá de que la mayoría de los juristas sostienen que la ley no le permite rotular de terrorista a un grupo local, el problema con Antifa es que ni siquiera es una organización. No tiene líderes ni miembros fijos y ni siquiera se sabe cuál es el alcance real de sus ideas y de sus controversiales métodos.
El fiscal general William Barr fue más vago. Acusó por la violencia de los últimos días a “grupos extremistas de ultraizquierda”, pero no dio demasiados detalles. También Tim Walz, el gobernador demócrata de Minnesota, apuntó en esa dirección para dar cuenta de los disturbios. “Tenemos razones para creer que malos actores siguen infiltrándose en las legítimas protestas por el asesinato de Floyd”, afirmó.
No obstante, un informe del Departamento de Seguridad Nacional difundido por la agencia Reuters reveló que, si bien las autoridades tienen indicios de la intervención de pequeños grupos radicalizados en distintas ciudades, la evidencia es bastante limitada. La principal hipótesis es que el grueso de los que participan son arribistas y manifestantes que se terminan sumando a los actos más destructivos.
“Hay una imagen falsa de que grupos Antifa y anarquistas son los culpables, de que los elementos vandálicos son producto de agitadores externos. El alcalde de Saint Paul (en Minnesota, al lado de Minneapolis) admitió que el 80% de los arrestados eran residentes. No niego que haya agentes provocadores, los hay. Muchos son nacionalistas blancos a los que Twitter les cerró las cuentas porque se hacían pasar por personas de izquierda. Lo que pasa es que las rebeliones no son puras, nunca lo han sido en la humanidad. Combinan elementos reivindicativos, de resistencia, con un elemento juvenil, que ahora interactúa con la pandemia y con el desempleo rampante”, sostuvo Eduardo Bonilla-Silva, profesor de sociología de la Universidad Duke, en diálogo con Infobae.
El principal supuesto de quienes señalan a agitadores externos es que los que participan de esos eventos no forman parte de la comunidad, sino que van especialmente desde afuera. Pero los registros de arrestos en Minneapolis muestran que solo 25 de 312 detenidos tenía domicilio fuera del estado.
El informe del Departamento de Seguridad Nacional mencionaba la actividad concertada de militantes de extrema derecha para hacerse pasar por agitadores de izquierda en redes sociales, con el objetivo de acusarlos después de los desmanes. Pero tampoco está claro qué participación pueden haber tenido en el terreno.
Racismo, violencia policial y pandemia
Estados Unidos tiene muchos antecedentes de pequeñas revueltas surgidas en reacción a algún episodio de brutalidad policial contra los afroamericanos. Se estima que entre 1960 y 1970 se produjeron unas 250 en distintas ciudades del país. Casi siempre con una secuencia que se repite.
En muchas partes del país la comunidad afroamericana vive concentrada en determinadas zonas urbanas en las que escasean las oportunidades laborales y educativas, los llamados guetos. A la frustración por la falta de perspectivas de progreso individual se suma una relación traumática con la Policía, que aún hoy rige buena parte de sus protocolos alrededor de prejuicios raciales.
“Incidentes como estos ocurren generalmente cuando la gente cree que se ha cometido una injusticia y no hay rendición de cuentas —dijo Chaney—. El mismo tipo de vandalismo se produjo en 1992 durante los disturbios de Los Ángeles, tras la muerte de Rodney King, vapuleado por cuatro policías blancos. Incidentes como estos hacen que la gente se sienta enojada, frustrada, perpleja y sin fe en el sistema de justicia. Cuando la justicia no es rápida, crea dolor emocional y psicológico, en particular a las personas que están racial y socioeconómicamente marginadas. Muchas personas están estresadas. Por las relaciones entre padres e hijos y la violencia doméstica, o por el racismo, el sexismo, y la pobreza. Ahora se sumó la reciente pandemia, que ha alterado dramáticamente nuestra forma de vida”.
En los últimos años hubo muchos casos de civiles negros que murieron por abusos de la policía. El 26 de febrero de 2012, en Sanford, Florida, Trayvon Martin, de 17 años, murió luego de que George Zimmerman, que coordinaba la vigilancia en su barrio cerrado, le disparara en el pecho al adolescente, que visitaba a un familiar. A pesar de que Martin estaba desarmado, Zimmerman fue absuelto alegando legítima defensa, porque hubo un forcejeo antes del disparo. El caso fue el catalizador para la formación del movimiento Black Lives Matter.
Otro de los homicidios más significativos fue el de Eric Garner, el 17 de julio de 2014, en Nueva York. Un policía lo arrestó bajo la sospecha de que estaba vendiendo cigarrillos ilegalmente y, para reducirlo, le aplicó una llave que lo ahogó. Un video lo captó diciendo 11 veces que no podía respirar, hasta que no habló más.
El 9 de agosto siguiente fue el de Michael Brown en Ferguson, Missouri. Tenía 18 años y murió después de que un oficial blanco le disparara seis veces, a pesar de que estaba desarmado. Un informe del Departamento de Justicia concluyó que el agente había actuado de manera excesiva y a partir de prejuicios raciales, pero no fue procesado. El caso desató la última gran serie de protestas y disturbios por razones raciales.
Fuente: Infobae