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La masacre de la AMIA, en 1994, como dos años antes el ataque a la embajada de Israel, fueron hechos terroristas nunca esclarecidos por completo. Y, por supuesto, están impunes.
A diferencia de muchos otros episodios sangrientos de la sangrienta historia argentina, estos crímenes sumergieron al país en la experiencia de las nuevas modalidades de conflicto que se fueron instalando a partir de los años '80, cuando las guerras anticoloniales eran pasado, las guerrillas marxistas entraban en declive y los enfrentamientos separatistas como los de Irlanda o el país vasco ingresaban a nuevas etapas.
Era el inicio de la posguerra fría.
En los primeros años '90, la revolución fundamentalista chiíta de Irán no escatimaba violencia jihadista. Y Hezbollah se iba erigiendo como un brazo ejecutor.
El ataque a la Embajada quedó enmarcado en el mayor misterio. En el caso de la AMIA, las pruebas contra Hezbollah y contra funcionarios y diplomáticos iraníes fueron muchas. Se identificó al vehículo utilizado, al reducidor de autos que lo vendió, al conductor suicida y a un grupo de policías de la Bonaerense que fueron considerados parte de la conexión local.
Pero todo falló, porque los condenados son el juez Juan Galeano, a seis años, el vendedor de la Trafic, los fiscales y otros personajes menores. Paradójicamente, y por una irregularidad puntual seria, la mayor condena es para el magistrado que aportó la mayor parte de la información disponible, y bastante consistente.
Pero un país que tiene servicios de inteligencia como los que operan en la Argentina, que solo sirven para embarrar las causas y sacar del medio a testigos molestos, es imposible investigar nada. El mismo déficit ofrece el sistema judicial.
La pista siria
Desde esos años hasta hoy, la tragedia de la AMIA se fue convirtiendo en un acontecimiento de proyección histórica. Pero ya, entre los restos abatidos de la sede de la calle Pasteur, la dirigencia judía y las autoridades militares evaluaban la dimensión política de ese ataque: una colectividad civil, argentina, agredida alevosamente en nuestro país, que albergaba a una de las mayores comunidades judías de América. Y causando la mayor cantidad de muertes posibles. La fórmula universal del terror.
Las mezquindades de la política doméstica proliferaron. La muerte de Carlos Menem (h), ocurrida en un accidente mientras piloteaba un helicóptero, dio pie a una leyenda sobre "el tercer atentado", tratando de vincular -sin prueba- este caso con los dos anteriores.
Con mucha más incidencia en la causa, la política introdujo la llamada "pista siria", que no era más que la acusación de un riojano hijo de sirios (y conocido de la familia Menem), con antecedentes pero sin vínculos con la Nación de su padre, que había tenido algún contacto con Carlos Telleldín, el vendedor de la Trafic.
Los políticos a veces no diferencian un agente secreto de un Estado y un hijo de inmigrantes de ese estado.
Ni la Argentina ni Israel apoyaron la hipótesis de una intervención siria.
El memorándum
A partir de 2011, el "protocolo de entendimiento" entre el gobierno de Cristina Fernández y las autoridades iraníes, elaborado en secreto y finalmente aprobado por una mínima mayoría en el Congreso introdujo uno de los elementos más complejos dentro de las secuelas del 18 de julio de 1994.
Nunca se sabrá si fue fruto de la influencia que cobró ante la expresidenta un aliado de Irán como era el caudillo venezolano Hugo Chávez, si fue resultado de un intento por sumarse a polos internacionales de resistencia anti estadounidense o si se trataba de asegurar la provisión de energía, luego de los desaguisados del gobierno kirchnerista en ese rubro. Lo cierto es que, con ese acuerdo, la Argentina cedía a Irán una intervención en una causa que comprometía a su propio Estado islámico. Fue declarado inconstitucional por la Justicia. Era previsible. Además, tenían un componente difuso de "traición a la Patria".
Una vez más, quedó en evidencia la endeblez de la Justicia, la inteligencia y el servicio exterior de la Argentina. Es decir, la endeblez del Estado nacional.
Faltaba un capítulo: la muerte del fiscal especial Alberto Nisman, tras denunciar a la presidenta entonces en ejercicio por hechos de supuesta corrupción asociados a ese pacto. Nisman apareció muerto, treinta horas después de haber recibido un impacto de bala dentro del departamento que alquilaba en Puerto Madero. La custodia no escuchó nada, las cámaras de seguridad no funcionaban en uno de los edificios más seguros del país y todos los voceros del kirchnerismo se esmeraron en presentarlo como suicidio. La excepción fue la ex presidenta que, sentada en una silla de ruedas y vestida de blanco, consideró que lo habían matado para perjudicarla a ella. La desesperación de los activistas del oficialismo por degradar la imagen de Nisman fueron el síntoma claro de que necesitaban ocultar la verdad. Y después, la tarea de la fiscal Viviana Fein y la procuradora Alejandra Gils Carbó solo consolidaron la hipótesis de un homicidio. Un magnicidio.
Ayer, la colectividad judía volvió a reclamar justicia por los muertos, los heridos y por un país agredido alevosamente por una fuerza irregular proveniente del extranjero.
Hoy, el terrorismo sigue operando, con otros objetivos y estilos, y en otros contextos. Los alineamientos internacionales del poder, los intereses estratégicos, los rebrotes nacionalistas, los conflictos étnicos, el desplazamiento de parte de la población, el hambre y la destrucción del empleo generan un estado de tensiones latentes e imprevisibles.
La Argentina debe comenzar por construir una política exterior estable, porque cuando ese área de la gestión es profesional y tiene objetivos claros, las hipótesis de riesgos externos y la conveniencia o no de determinados vínculos o conflictos se evalúan a partir de los propios valores y los intereses nacionales.
De haber estado en claro todo esto, a nadie se le hubiera ocurrido un pacto absurdo como el que se quiso celebrar con Irán.
Debe tomarse muy en serio la tarea de contar con servicios de inteligencia profesionales, bajo control del Estado y aplicados a elaborar información de interés nacional y no a construir una red de intrigas sobre la vida doméstica de personas antipáticas para los presidentes de turno.
Y, sobre todo, el país debe tomarse en serio la Ley y la Justicia. Este es un capítulo aparte, pero la impunidad absoluta en el caso AMIA lo pone en blanco sobre negro.
El país agredido hace tres décadas no cuenta hoy con mejores recursos que entonces para prever y neutralizar un hipotético, pero no descartable nuevo atentado de cualquier naturaleza u origen.