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27 de Junio,  Salta, Centro, Argentina
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Si nos encarcelan la esperanza

Lunes, 27 de julio de 2020 02:30
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En varios países, los fieles cristianos grabaron videos reclamando a los obispos de su región la apertura de los templos para las celebraciones de la misa. Lo curioso es que esos reclamos se limitaban a exigir un espacio personal e íntimo de encuentro con Dios, acusando a los obispos como responsables del cierre de los templos en cuarentena.

Muchos memes recorrieron las redes sociales; uno de ellos mostraba un mano a mano entre Dios y el diablo. Y para manifestar el gran poder alcanzado por el demonio en tiempos de pandemia, el innombrable le dice a Dios: "Mirá, te he cerrado casi todas las iglesias del mundo" y Dios le responde: "No hay problema, mientras tú las cerrabas, yo he abierto una en cada hogar".

Los obispos no fueron quienes les robaron la misa o quienes cerraron los templos, fue decisión de las autoridades para evitar la propagación de un raro virus que nadie conocía. Los reclamos no superaron la visión intimista e individualista de una fe cristiana mal entendida.

La experiencia de la fe, no solo la cristiana, sino también, su origen o matriz, como el judaísmo; junto al islam y otras religiones, tiene una dimensión profundamente comunitaria. La religión constituye una vivencia personal y es también, en la mayoría de los casos, una expresión social de los pueblos. Desde los más antiguos textos sagrados judeocristianos y de los textos de otras religiones, la religiosidad no es un acto intimista y solitario, es un acto de experiencia comunitaria que implica avanzar de la ritualidad a la rutina de la vida cotidiana, donde el encuentro de las personas se transforma en amor solícito por el otro. Y dentro de esa dimensión comunitaria o de cuidado del prójimo se aceptó esta propuesta de no celebraciones religiosas con público masivo, sino solamente a puertas cerradas, donde el celebrante, al decir de un sacerdote amigo, pasó meses "dando la paz al celular", mientras se transmitía los oficios religiosos por internet.

Fue interesante la experiencia de la virtualidad en los ritos religiosos gracias al mundo ciber, como impactante fue la soledad del papa Francisco caminando por la Plaza de San Pedro, el día de la oración mundial para pedir a finalización de la pandemia.

Pero, en nuestro país, la cuarentena se ha extendido más que en otros países, con o sin razón, y la angustia existencial por la trascendencia se fue convirtiendo en un gran vacío. Se respira en el ambiente social una sensación de desesperanza, El hombre necesita de Dios y de la comunión fraternal con quienes comparte su fe o sus ideales, más allá de la rutina hogareña. No es una actividad esencial, pero es una "necesidad vital" como lo expresaron los líderes religiosos del país, entre ellos el cardenal primado de Argentina, monseñor Poli y el gran rabino Davidovich, en un documento conjunto emitido el 14 de julio.

Las primeras encuestas televisivas sobre las vivencias de la cuarentena, pusieron de manifiesto una necesidad básica y vital del hombre, la sociabilidad. El hombre es gregario por naturaleza y en esos tiempos reclama y extraña el encuentro con los amigos. Quienes comparten la fe necesitan de la asamblea o ecclesia como espacio concreto de comunión, donde se comparte no solo lo ritual, sino la organización de la comunidad y el servicio de caridad, hoy popularizado como solidaridad.

Este tiempo de cuarentena estuvo marcado por el dominio implacable del miedo y el aislamiento; y junto al miedo, la desconfianza a todo y a todos. La experiencia compartida por miles de argentinos, no solo mira al futuro por la crisis económica que visualiza un horizonte de sombras, sino al presente, donde se vive una angustia constante que se hace rutina en el alma, una dura y poca consciente desesperanza. Algunos esperan una salida mágica, como propuesta de un político o un economista. Imaginan frenar la transmisión incesante del COVID-19 con un decreto de la autoridad pública. La acción política se convierte en solución mágica, como cuando la fe se reduce a puro milagro. La fragilidad de la cosa pública en todos los órdenes genera ansiedad en el pueblo y la falta de recursos en la clase trabajadora va suscitando broncas contenidas. Un pueblo sin contención básica es como un brioso caballo desbocado.

El centro de investigaciones de Estados Unidos, PEW, Pew Research Center, realizó, el año pasado, una encuesta en 34 países, entre los cuales está la Argentina, sobre la importancia de Dios y la religión en la vida de los ciudadanos. En nuestro país, más del 50 % de los encuestados dicen que es necesario creer en Dios para ser morales y tener mejores valores, y un 70 % aproximadamente, dicen que Dios juega un papel importante en su vida. Hay variaciones por grupos etarios. Las personas en situación de economías emergentes son más propensas a la religiosidad. La religión, en tiempos de angustia e incertidumbre, puede funcionar como bálsamo y consuelo; y la fe y su práctica van mucho más allá, pues se convierten en un motor de amor y responsabilidad.

En estos momentos, la fe y la religiosidad son fundamentales también, para la cohesión social y la recuperación de la esperanza. La vivencia del encuentro en las comunidades de fe, además del encuentro ritual con Dios, fortalece la esperanza de un futuro mejor, renueva las energías vitales y motiva la solidaridad.

Abrir los templos y el acceso a la práctica religiosa, en estos tiempos, respetando todos los protocolos, nos ayudaría a fortalecer la conciencia de responsabilidad personal, como único medio de cuidado del otro. Está a la vista, que en un país aún atado con alambres en varias áreas, la coacción por la fuerza pública y la imposición del miedo, no alcanzaron para detener el avance del COVID-19. Como dice la popular canción de Pedro y Pablo, "bronca porque no se paga fianza si nos encarcelan la esperanza". La responsabilidad nos debe llevar a respuestas solidarias y la fe es uno de los mejores alimentos para nutrir esta conciencia y proyectar un mundo mejor.

 

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