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Argentina es un país que hace gala de la viveza criolla como un valor con sello de industria nacional. Durante doscientos años se pasó mirando a Europa, sobre todo a Inglaterra, sintió y mostró superioridad frente al resto de Latinoamérica, con un notorio racismo ridículo y contradictorio.
En los años noventa del siglo XX, gracias al fenómeno de la globalización económica -porque para la territorial se requiere visa o atravesar clandestinamente el muro-, llegamos a creernos primer mundo. El idilio duró poco, no pudimos a superar el 1 a 1 en el billete y toda la ilusión se derrumbó, al ritmo del cacerolazo. Otra vez nos sentimos héroes de una epopeya ficticia y autores de otro golpe a la democracia. Y comenzamos, así, en el año 2001 una grave crisis institucional de representatividad y gobernabilidad, junto a una vertiginosa caída económica, -y por qué no, social- hacia un abismo aún sin fondo.
La COVID-19, un virus maligno de dudoso y misterioso origen, llegado del continente amarillo, igualó de un plumazo a todos los países del mundo, siendo el fenómeno global por excelencia del siglo XXI.
Un poco de tos y de fiebre, dos estornudos y de cabeza al hisopado, sin importar el origen, la condición social, elección sexual, rango cultural ni situación económica. Todos globalizados por el COVID-19.
Nos fueron dando tips para prevenir y para combatir el invisible enemigo y terminamos uniformados con un tapabocas.
En febrero veíamos al virus como algo lejano y ajeno, a principios de marzo hacía estragos en Europa y, de golpe, a mediados del mismo mes fuimos todos encerrados, como una prisión domiciliaria, cuarentena rigurosa llamada aislamiento social preventivo y obligatorio.
El miedo fue el principal motivador, junto al accionar de las fuerzas de seguridad y las directivas de la autoridad política. Ríos de tinta, horas de voces e imágenes en los medios de comunicación masivos daban cuenta de lo que se avecinaba. Pero, ni el miedo ni la coacción de la fuerza pública lograron superar nuestro ingenio y, con la misma pasión de siempre, competíamos en ver quién burlaba mejor todos los controles.
La pandemia desató lo mejor y lo peor del interior de cada ser humano, y nosotros, como país, comenzamos a ingeniarnos para hacer frente al virus, no con prevención o lucha, sino con gambetas estilo Maradona o Messi en partidos mundialistas.
Los medios de comunicación nacional y local hablaban de un país ejemplar, criticando a Chile y a Brasil, sin poder mirar a Europa que sangraba con miles de contagiados y fallecidos por este mal, y menos aún, podíamos compararnos con Estados Unidos de América, donde en poco tiempo y con desmesurada irresponsabilidad política del presidente Donald Trump, el virus hizo de las suyas con los sectores más vulnerables del país del norte.
La opción de nuestro presidente Alberto Fernández, de priorizar la salud del pueblo por encima de los ya agobiantes problemas económicos no fue desacertada.
Todos nos vamos a contagiar, decían los medios, pero que sea gradual ya que eso permitirá que no colapse el sistema de salud pública, tan precario, producto de la improvisación de años, de la tan mentada corrupción y del favoritismo servicial del Estado hacia la iniciativa privada, en materia tan delicada y sensible como es la salud del pueblo, sobre todo de los pobres más pobres.
Lo curioso es que, en esta tierra bendita, por lo general, ningún político ni su descendencia va a hospitales públicos, menos a salitas de barrio. Lo interesante hubiese sido, cuidar la salud de la gente y a la vez mantener un equilibrio en nuestra vapuleada economía, priorizando la justicia en el más cabal sentido de la palabra. Eso no pasó. Aún más, ahora viene lo más difícil, quien se salve del virus COVID-19, no se salvará de la crisis económica que se avecina. Inflación, devaluación, desagio, desocupación, hambre, desabastecimiento, especulación, y sigue la lista de las tormentosas nubes, propias de un tiempo oscuro.
Y como condimento especial a esta problemática, no faltan en nuestro país los pícaros de siempre, "pijoteros" los llamamos, los que ya comenzaron a trazar sus planes de salvación personal o familiar.
No son pocos, los que, en este tiempo, desde el ámbito privado aprovechan de los favores del Estado, con su IFE, o su ATP, para no pagar a sus empleados, dibujar crisis, pedir retornos, y abandonar a su suerte la salud de los súbditos omitiendo los aportes correspondientes al sistema de salud o previsional. Olvidan que si tienen algo, o comen mejor, se los deben a sus trabajadores, como decía don Ata, "recuerden panzudos patrones, que por su peón tiene estancia, y valga la extravagancia, que a la ley no se haga el sordo, que en todo puchero gordo, hasta los choclos se vuelven marlos".
Tiempo de reconstrucción
Este tiempo de lo mejor y de lo peor, requiere una mirada superadora y de menos grieta. Requiere una conciencia solidaria, no partidista, no pijotera, desde el obrero que debe cuidar su trabajo, al patrón que debe cuidar a su empleado, y desde el político que debe ser consciente de su misión al servicio del bien común, y no solo de su prole y seguidores. Nadie se salva solo. Este bicho es tan feo, que solo el amor solidario puede vencerlo. Es un momento inédito, y no sabemos hasta dónde vamos a llegar, es un gran desafío histórico. Es hora de ser protagonistas en serio, e ir a la raíz del problema, un problema sanitarista, ético, político, social y económico.
Nadie va a hacer magia, todos debemos aportar desde la responsabilidad personal para reconstruirnos después de esta dura batalla. Cuidar a los viejos, a los pobres, a los niños y jóvenes es prioridad. Necesitamos una ética a fuego en el corazón, y un respeto sagrado a las instituciones y las leyes, sin viveza criolla. Los verdaderos héroes serán los que cuiden del otro y de sí mismos, los demás serán cómplices de esta criminal COVID-19.