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China, el misterio del Dragón

Martes, 05 de enero de 2021 00:00
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Mientras el régimen de Beijing adopta medidas para acentuar su control político sobre las corporaciones chinas de capital privado, Washington establece crecientes restricciones al acceso de esas compañías al mercado financiero de Wall Street, argumentando que su expansión constituye una amenaza a la seguridad nacional de Estados Unidos.

La vinculación entre ambos episodios renueva la discusión acerca de las características del sistema económico vigente en China, entablada entre quienes lo consideran un tránsito gradual desde el socialismo hacia el capitalismo y quienes advierten que dentro de la caparazón de esa apertura a la empresa privada se esconde el caballo de Troya de un Estado poderoso y omnipresente embarcado en un proyecto imperial.

Un caso emblemático de esa intención de las autoridades chinas de colocar a sus conglomerados empresarios al servicio la estrategia gubernamental es la controversia suscitada con Alibaba, emporio del comercio electrónico y principal competidor internacional de Amazon, que como todas las compañías tecnológicas es beneficiaria de las consecuencias económicas de la pandemia.

El ente regulador estatal inició una investigación por infracciones a la legislación antimonopólica y suspendió la autorización para una suscripción pública de acciones por 34.000 millones de dólares, que por su volumen sería operación de ese tipo más grande de la historia mundial del capitalismo.

La jugada de Xi Jinping

El litigio surgió ante el proyecto de Alibaba de incursionar en el mercado del crédito "on line", un avance que perjudicaría a la banca tradicional, en particular al puñado de poderosos bancos estatales.

La negociación entre las autoridades y la empresa apunta a destrabar la suspendida emisión de acciones con un acuerdo que satisfaga los intereses de la banca pública.

Una investigación periodística publicada por The Wall Street Journal consigna que "Xi Jinping, desconfiado durante mucho tiempo del sector privado, se está moviendo con firmeza para dominarlo".

El artículo sostiene que el gobierno chino "en algunos casos se hace cargo en la totalidad de las empresas que considera indisciplinadas y las absorbe en empresas estatales".

Explica que si desde la apertura económica impulsada por Deng Xiaoping el Estado buscaba que las compañías particulares invirtieran en empresas públicas para propender a su modernización, con el ascenso de Xi Jinping las compañías estatales están invirtiendo en el sector privado.

Esas industrias incluyen servicios financieros, compañías farmacéuticas y, sobre todo, las empresas tecnológicas, que para Beijing constituyen la prioridad estratégica en la puja por la supremacía mundial.

Un instrumento central para el ejercicio de la influencia estatal en el sector privado son los comités del Partido Comunista, instalados en todas las empresas de envergadura.

La investigación de The Wall Street Journal consigna que "una célula del partido en Baowu Steel Group, una empresa estatal que es la mayor productor de acero en China, celebró 55 reuniones en los últimos dos años y medio y revisó unas 137 propuestas comerciales y de otro tipo presentadas por la dirección.

Revisó 16 de las propuestas antes de enviarlas a la junta directiva de Baowu".

Marx tenía razón

El entrecruzamiento entre el Estado chino y las empresas de alta tecnología tiene una larga historia.

Ren Zhengfei, fundador de la compañía de comunicaciones Huawei, es un exoficial de la rama de investigación tecnológica del Ejército Popular de Liberación.

Tras pasar a retiro, se instaló en Shenzen, una versión oriental de Silicon Valley, para poner en marcha un emprendimiento tremendamente exitoso que, en virtud del empleo intensivo de la inteligencia artificial, se erigió en la nave insignia de la penetración china en el mercado mundial de tecnología de avanzada.

La diplomacia de Beijing participa activamente en las múltiples disputas planteadas en todo el mundo alrededor de la oferta de Huawei sobre la utilización de las redes 5G, resistida desde Washington por estimar que su adopción expone a los sistemas de comunicaciones al espionaje chino.

En las últimas semanas de su mandato, Donald Trump redobló sus represalias frente al "peligro amarillo". A tal fin, firmó un decreto que prohibe a los ciudadanos estadounidenses invertir en empresas chinas que pudieran estar apoyando al aparato militar y de seguridad de Beijing.

Según Trump, el régimen chino "explota a los inversores de Estados Unidos para financiar el desarrollo y la modernización de su Ejército".

Los defensores de la medida recuerdan una famosa frase de Lenin: "los capitalistas nos van a vender hasta la soga con la que hemos de ahorcarlos".

Lo cierto es que el recambio en la Casa Blanca coincide en Estados Unidos con la reapertura del debate sobre la caracterización del régimen chino. La discusión enfrenta a los "optimistas", que estiman que el coloso asiático avanza lentamente en la construcción de un "capi-comunismo", entendido como una economía de mercado asociada a un sistema político autoritario. 

Los “pesimistas” advierten que con Xi Jinping la senda aperturista tiende a cerrarse y China gira hacia un “comu-capitalismo”, que con la fachada de la economía de mercado oculta la expansión de la voracidad estatal. 

 Ambas visiones adolecen de un común denominador que anula su capacidad interpretativa: el intento de observar la realidad china con las categorías propias del pensamiento occidental, sin penetrar en la singularidad de la tradición cultural milenaria de Oriente. 

Curiosamente, hace un siglo y medio, Carlos Marx, el primer gran estudioso del sistema capitalista, señaló que todos sus análisis sobre la evolución de los sistemas económicos occidentales no eran aplicables a lo que definía como el “modo asiático de producción”. 

Para Marx, en el mundo asiático había comunidades enteras que se encontraban sometidas al poder omnímodo de una minoría de individuos que representaban a un estamento superior que detentaba el poder político y económico. La historia china refleja fielmente la descripción de ese sistema de poder legitimado por las enseñanzas de Confucio. El poder imperial, secundado por el “mandarinato” (una casta de burócratas experimentados seleccionados por su capacidad), estaba más allá de la división entre lo público y lo privado establecida en Occidente. La obligación del emperador era garantizar la alimentación de su pueblo. Si llegaba a incumplir ese mandato, una rebelión popular acababa con la dinastía gobernante y entronizaba a una nueva, sometida a esa misma regla implícita. 

Visto desde esta perspectiva, el Partido Comunista Chino es una nueva dinastía gobernante, su gigantesco y aceitado aparato partidario es el mandarinato del siglo XXI y la legitimidad de su poder está supeditada a su éxito económico. En los últimos cuarenta años, su performance es históricamente extraordinaria y nada indica que su estabilidad corra peligro. Calificar al régimen de capitalista o comunista es algo propio de una mirada occidental. Los comunistas chinos dirían que, como sostenía Deng Xiaoping, “no importa que el gato sea blanco o negro sino que sepa cazar ratones”. 

* Vicepresidente del Instituto de Planeamiento Estratégico

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