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El Gobierno argentino eligió el 24 de marzo, justamente, para anunciar su alejamiento del Grupo Lima. Ayer, celebró los treinta años del Mercosur en una reunión virtual que volvió a mostrar sus limitaciones para construir vínculos edificantes con los países de la región. El uruguayo Luis Lacalle Pou, al abogar por abrir las posibilidades de acuerdos comerciales bilaterales para sus países miembros, dijo que, de lo contrario, “el Mercosur se convierte en un lastre”. El presidente Alberto Fernández le sugirió que quien lo sienta como un lastre, que se baje del barco. Se lo dijo a Lacalle, pero Jair Bolsonaro y Mario Abdo Benítez proponen lo mismo. El Mercosur está adormecido desde hace tiempo, pero su naturaleza misma lo coloca más allá de las ideologías. Es un acuerdo que se gestó en el marco del renacimiento democrático regional, contribuyó a consolidar los valores de derechos humanos y libertad; hizo posible que se desactivaran todas las hipótesis de conflicto y su existencia coincide con un retroceso de la pobreza en América Latina (a excepción de la Argentina).
El analista Jorge Castro considera que “el fundamento político del Mercosur es la alianza estratégica entre Brasil y Argentina. Esto significa que el protagonismo de la Argentina en la política mundial sólo es posible a través de una acción conjunta y combinada con Brasil en el sistema global”.
Si bien no parece inminente una ruptura, la posición argentina es, al menos, de destrato. La cuestión de fondo es la economía ideologizada, quizá, en función de nuevas alianzas, imaginadas. Las palabras “flexibilización”, “libre comercio”, “desregulación”, están satanizadas por la ilusión de vivir con lo nuestro. Una ilusión que puede terminar por llevarnos a golpear cualquier puerta.
Respaldo a una dictadura
A su vez, la ruptura del 24M con el Grupo Lima es un portazo en el rostro a Joe Biden y pone en duda las convicciones del oficialismo argentino acerca de los valores de la democracia y los derechos humanos.
A primera vista, se trata de un gesto de apoyo a una dictadura grotesca, que se mantiene en el poder por el fraude, y que además intervino en la Justicia y el Poder Legislativo para crear una ficción de legalidad sobre lo que es el ejercicio del poder por parte de una elite que solo cuenta con el apoyo de las Fuerzas Armadas. En 22 años de chavismo, Venezuela sufrió una metamorfosis. Comenzó como una propuesta de integración latinoamericana que sirviera de contrapeso al alineamiento hemisférico con Estados Unidos y al creciente desprestigio de la globalización económica en la región, que empalmó con dos liderazgos extraordinarios, el de Lula en Brasil y el de Evo en Bolivia, además de la irrupción de Néstor Kirchner en nuestro país y de Rafael Correa en Ecuador, los gobiernos socialistas de Uruguay y Chile, y el apoyo inspirador (y emblemático) de Cuba. Hugo Chávez murió hace ocho años y el proyecto se derrumbó. Los gobiernos bolivarianos no lograron institucionalizar como acuerdos entre estados, los organismos regionales, especialmente Mercosur y Unasur. Un signo de la fragilidad endémica de nuestro subcontinente.
Luego, el gobierno de Maduro se convirtió en una dictadura que responde al modelo tropical del realismo mágico, con casi diez mil denuncias de asesinatos y desapariciones y un récord inédito de emigrados.
Si bien el Grupo de Lima corre la misma suerte que las otras coaliciones regionales, fue creado con el apoyo de los EEUU para forzar un cambio de régimen en Venezuela. La situación evoca a la visita de James Carter a la Argentina y las presiones internacionales sobre la dictadura. Era la época en que aseguraban que “los argentinos somos derechos y humanos”.
Pero en esta retirada del grupo apadrinado por EEUU hay otra coincidencia: los gobiernos de China y Rusia, autoritarios, revisionistas y con nulo apego por los valores de los derechos humanos, el feminismo, la perspectiva de género y la libertad, se enfrentaron abiertamente a EEUU y la Unión en represalia por las sanciones relacionadas con los derechos humanos. Los cancilleres Wang Yi y Serguéi Lavrov anunciaron esta semana la gestación de una coalición antioccidental, acusan a Washington de “injerencia y creación de nuevas alianzas cerradas”, e insinúan una nueva Guerra Fría.
El kirchnerismo no disimula su fascinación con Rusia y China, ni su cercanía con el fundamentalismo iraní. Es decir, con los patrocinantes de la Venezuela de Maduro. Sin embargo, mientras que el presidente intenta congraciarse con Biden, el canciller anuncia la virtual defensa de Venezuela (disimulada con el pretexto de la autodeterminación de los pueblos, como Videla) y la vicepresidenta informa que no piensan pagar la deuda.
La contradicción de valores es explícita, pero en la política lo que rige no es la lógica de la ética sino la del poder.
Con un gobierno que no tiene alineamiento alguno con sus vecinos, ni trabaja por lograrlo, y que se esmera en congraciarse con un régimen en decadencia como el de Maduro, ¿resulta una estrategia de construcción de poder, es decir, de autodeterminación y autonomía, esta de confluir con los intereses de Vladimir Putin y Xi Jinping?
Es difícil imaginar que esos países vean en nuestra geografía nacional algo más que un mercado modesto y un proveedor de commodities.
Y es ilusorio esperar explicaciones precisas en un gobierno con valores tan frágiles y que, además es el fruto de una alianza pensada solamente en función del poder, sin objetivos razonables para superar la crisis económica y social que aumenta desde 2001.