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Nuestra inflación es el síntoma de una economía destruida, sin que se vislumbre ninguna perspectiva superadora. La Argentina no está "condenada" al éxito ni al fracaso, sino que se encuentra amarrada por la incapacidad manifiesta del Estado y de la dirigencia política para mirar la realidad, reconocer las dificultades y buscar una solución viable.
La inflación es "el aumento generalizado de precios"; es decir, se trata de un fenómeno económico global donde confluyen una oferta inferior a la demanda, el debilitamiento del poder adquisitivo de la moneda y, en consecuencia, del ingreso familiar, el desequilibrio por falta de competitividad entre el mercado interno y los del exterior, la dependencia de la importación de insumos básicos y el escaso valor agregado de la producción local.
Buscar un culpable en los "formadores de precios" no es más que una simplificación ideológica y clasista: un verdadero "discurso del odio" sin sustento en la realidad y de raíces claramente autoritarias. De haber un "formador de precios", ese es el Estado, que lejos de reducir la carga impositiva para estimular la producción y aliviar el bolsillo, la aumenta constantemente.
El desborde del gasto público financiado con emisión, impuestos y endeudamiento se debe a la ineficiencia de la economía, tan pronunciada que necesita cada vez de más dinero para utilizarlos como paliativos de la pobreza que genera y porque la política se nutre de una caja nada transparente y cada vez más insostenible.
El secretario de Comercio, Matías Tombolini, sigue los pasos de sus antecesores inmediatos. Ahora propone un plan de 2.000 productos alimentarios con "precios justos" y pretende que las empresas impriman el monto en el envase durante tres meses. Si hay un rubro competitivo en la Argentina, ese es el de la alimentación, a pesar de la consolidada tradición intervencionista que lleva a que los gobiernos traten de sacar provecho de todo lo que funciona bien. Y que finalmente, termina funcionando mal.
La idea de "precio justo" es un error en sí misma. El precio no es un capricho del vendedor sino el resultado de la estructura de costos, esencial en una economía con capacidad de satisfacer las necesidades de consumo.
Tombolini y sus colaboradores suelen hablar de "ganancias extraordinarias" de las empresas. En la Argentina, dentro de la economía registrada, ninguna actividad industrial, agropecuaria ni de servicios produce ganancias desmesuradas.
Lo que ellos llaman ganancias se confunde con el margen de utilidades que el empresario (y el país) necesitan para construir fondos anticíclicos e invertir en innovación tecnológica.
Es imposible salir del laberinto de la inflación si los funcionarios no reconocen los costos de producir un silo de cereales, que no son "yuyitos, o un novillo de tres años y medio, que no se produce espontáneamente en el campo; o si no perciben la situación crítica que afronta un industrial para importar insumos que el país no está en condiciones de producir.
La promesa incumplida del gobierno nacional de "volver al asado" muestra la fragilidad de la improvisación política. Hoy, los precios de los alimentos básicos lideran una inflación que se proyecta por encima del 100% anual.
El escenario económico actual está signado por el déficit fiscal crónico, el estancamiento de la actividad, un endeudamiento que se acerca al 80% del total del PBI y una moneda tan volátil que la cotización oficial del dólar es exactamente la mitad del llamado "dólar turista".
El desmanejo de estos días es terminal, pero es el producto de dos décadas ( desde la salida de la convertibilidad), de intervencionismo casi constante que no solo puso al país a la cabeza de los índices inflacionarios del mundo, sino que además provocó la pérdida de mercados tradicionales por restricciones a las exportaciones y dejaron como balance social los indicadores de pobreza e indigencia del primer semestre: 36,5% de pobres y 8,8% de indigentes.