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Memorias del pasado y cegueras del presente

LA del Atlántico sur fue una guerra absurda; su evocación no debería vendarnos los ojos sobre el deterioro actual de nuestra soberanía y la degradación social en cada rincón de la Argentina.
Domingo, 03 de abril de 2022 00:00
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En los últimos meses los argentinos hemos vivido de efeméride en efeméride. Hace poco recordamos los veinte años de la renuncia de Fernando de la Rúa y de la crisis política y económica que sobrevino inmediatamente después. También, hace muy poco, se recordaron treinta y ocho años de la recuperación de la democracia en Argentina. Hecho que fue desencadenado por la derrota en la Guerra de las Malvinas; guerra que, al menos, tiene el mérito de haber acabado con esa perversa dictadura. 

Ayer recordamos el desembarco de tropas argentinas en las islas ocurrido el 2 de abril de 1982; a cuarenta años del hecho.

El episodio histórico me mueve a hacer ciertas reflexiones, inspiradas en el mayor respeto por la memoria de todas las personas que murieron en dicha guerra, de ambos bandos; con un respeto igual de grande por las familias de todas esas personas, también de ambos bandos; así como con respeto hacia todos aquellos argentinos que, sin saber o sin pensar por qué, sienten que la Guerra de las Malvinas fue algo justo. O algo importante; algo superior a todos nosotros. O algo necesario. Con ese mismo respeto, a cuarenta años de esa acción por completo innecesaria, propongo que nos detengamos a pensar, al menos unos minutos, sobre qué significan las islas Malvinas para nosotros.

Invitados a pensar

Beatriz Sarlo puede gustarnos o no. Puede irritarnos con su pensamiento agudo y lacerante o no. Podemos estar de acuerdo con su forma de ver las cosas o no. Podemos sentir muchas cosas frente a su forma de ver y entender las cosas. Lo que es muy difícil es que podamos quedar indiferentes ante sus dichos. Y justamente por eso es una pensadora indispensable. Porque nos obliga a pensar. Y sean bienvenidos todos aquellos que nos obliguen a pensar. Aunque duela o incomode.

Hace algún tiempo Sarlo hizo unas declaraciones que en otro momento hubieran desgarrado al país y hubieran consumido todos los tiempos de los debates radiales, televisivos y de columnas de opinión por semanas enteras. Esta vez, en cambio, pasaron casi desapercibidas. Surgió, se la denostó, se trató de cancelarla mediáticamente y pronto se pasó a otro tema. Yo elijo detenerme, un momento, sobre su reflexión.

Sarlo dijo (mientras aseguraba que el paisaje de Malvinas se parecía al sur de Escocia): “Cuando la gente dice ‘las Malvinas son argentinas’ no se sientan ni un minuto a pensar si son argentinas, si no son argentinas, ni qué son las Malvinas. Galtieri mandó militares a Malvinas y eso fue un acto nacional psicótico”.

De nuevo. Con todo el respeto del mundo por todos los fallecidos en las islas y sus familias; con todo el respeto que se merecen todos aquellos que fueron, lucharon con convicción y con honor y, al volver, fueron recibidos con discursos vacíos, escondidos tras medallas insignificantes y prontamente olvidados; hay que reconocer que Sarlo tiene razón.

Primero que nada, es cierto que el paisaje de las Islas se parece más al sur de Escocia tanto como nuestro sur a la altura de Río Gallegos se parece a una colonia galesa o escocesa. 

¿O acaso hubiera resultado más patriota si hubiera dicho que las Malvinas se parecen al conurbano bonaerense y sus pobladores a los wichis?

Segundo, es cierto que seguimos reclamando como propio un territorio que, en el mejor de los casos, le pertenecía a Argentina cuando Argentina no era Argentina. Cuando la Confederación carecía de Constitución y cuando todavía no era un país. Aún hoy no somos un país, pero eso es harina de otro costal.

Tercero, la guerra de las Malvinas, efectivamente, fue un acto psicótico llevado adelante por un criminal que encontró en esa argentinidad al palo no-pensante tan propia nuestra, una forma de evitar la inminente caída del horror que él encarnaba en su tramo final: el Proceso de Reconstrucción Nacional.

¿Cuál soberanía?

Nos encanta hablar de soberanía. Las Malvinas son el epítome de esa soberanía. Ahora bien, dime por qué clamas y te diré de qué adoleces.

Nos llenamos la boca hablando de soberanía sanitaria, pero se instaló un laboratorio trucho en Ezeiza mientras el ministro de Salud nos aseguraba que tenía todo bajo control. 

Se hizo un pacto apresurado con el diablo y hoy estamos vacunados con una vacuna que, aún hoy, sigue sin estar validada ni por la FDA ni por la EMA.

Nos llenamos la boca hablando de soberanía alimentaria pero el Estado pagó por unos fideos comunes y corrientes el triple de lo que salían en la góndola de un supermercado.

Tenemos una plataforma continental con una riqueza ictícola inconmensurable pero no hacemos nada por protegerla ni por cuidarla. 

Eso sí, lloramos y protestamos como chicos malcriados cuando vienen a expoliarla las flotas extranjeras -incluso de naciones aliadas- pero, hacer, no hacemos nada. El gen argentino. “Decir que hacemos”, en oposición a “hacer” algo. ¿No sería soberanía proteger nuestra plataforma continental y sus riquezas?

Hablamos de soberanía monetaria pero el peso no vale ni el papel en el que está impreso y valen más las monedas por su peso en metal a granel que por su valor nominal.

Hablamos de soberanía a raíz del acuerdo con el FMI, pero estamos dispuestos a entregarles el país entero a Rusia y a China por 30 monedas de plata. ¿No cedimos soberanía a China al darles el control de un territorio en la provincia de Neuquén en un acuerdo secreto del cual, aún hoy, se desconocen sus términos?

Hablamos de soberanía, pero tenemos el 50% de pobreza, el 50% de inflación, un 50% de desempleo, el 40% de informalidad y precarización; el 70% de nuestro futuro en forma de chicos bajo la línea de pobreza y un 70% del país con alguna condición de carencia.

Y podría seguir con la lista de “soberanías imaginarias” por páginas enteras. “Execro al hombre que se sacrifica por una idea nacionalista solo porque ama a su patria con una venda en los ojos”, dijo Federico García Lorca. El nacionalismo nos vuelve ciegos, sordos y mudos. 

¿Y qué haríamos después?

La restitución solo serviría para reparar, de una manera desacertada, un orgullo equivocado. En esta enorme lista de carencias y penurias; ¿para qué podrían servirnos las islas? Si nos las dieran, ¿sabríamos qué hacer con ellas? Digo; algo distinto a destrozar el nivel de vida de sus habitantes; llenarlos de trabas, de instituciones vacías, de impuestos perversos y expoliadores; de discursos necios y vacíos, y de una bandera argentina que nada les significará ni a ellos ni a nosotros.

Si tuviéramos las islas de vuelta; ¿eso va a mejorar el nivel de vida de las comunidades wichi o qom en el norte argentino?

 ¿Va a elevar el nivel de vida de los pobladores de Formosa, Santiago del Estero, Misiones o Chaco, por mencionar solo a algunas de las provincias más atrasadas y olvidadas del país? ¿Va a hacer que prioricemos el desarrollo social, las obras de infraestructura que necesita nuestro norte para poder tener agua; las inversiones necesarias para tener una educación mejor; o para tener más trabajo? ¿Va a hacer que nos volvamos un país federal, en serio? ¿Nos va a convertir en una sociedad mejor?

La devolución de las islas, ¿va a hacer que dejemos de aliarnos con los lugares más atrasados y autoritarios del mundo como Cuba, Nicaragua, Rusia, Venezuela, Irán y China? ¿No es acaso la libertad la mejor aliada de la soberanía?

La memoria tergiversada

Un país del cual todos nos podamos sentir orgullosos debe ser nuestra casa. Nuestro hogar. 

Un lugar donde el perro Dylan no tenga más derechos que un ciudadano de a pie ni donde el presidente no se entienda ni se asuma por encima de la ley. Un país donde impere la ley y donde aún cuando pueda ser dura sea igual para todos. “Dura lex, sed lex”. Un país donde exista esa idea de comunidad en la que todos se preocupen por todos; desde su vecino inmediato hasta aquel a quien jamás tendrá oportunidad alguna de conocer. Donde se respeten las ideas y los pensamientos de todos. Donde se asegure el bienestar de toda la población. Donde impere la idea de “bien común”.

Donde se entienda que la equidad debe ser económica, social, educativa y sanitaria. Donde exista el concepto de desarrollo económico y social. No solo de crecimiento ni de acumulación de riqueza.

Un lugar donde la política sea solo un instrumento para ordenar a la sociedad de la manera en la que sus ciudadanos quieran ser ordenados; y donde la economía sea un instrumento de la política destinado a garantizar el bienestar de esa población. De toda la población.

Argentina destierra todos estos derechos. Los manipula y tergiversa al punto de volverlos irreconocibles. Argentina se ha vuelto un lugar que carece de moral y donde la palabra futuro se ha vuelto una entelequia sin sentido. Obvio, no puede haber futuro donde no hay un presente siquiera. De allí que solo podamos vivir reclamando un pasado que, en el imaginario colectivo, se nos antoja mejor. O más promisorio al menos.

Pensar lo importante

Pasan cosas barbáricas -todos los días-, en este lugar tan extraño en el que nos estamos convirtiendo. Pero no nos enfundamos en una bandera argentina y salimos a gritar. Gritamos por la obtención de la Copa América. Para eso si somos muy argentinos. Qué sociedad tan rara y enferma es una que grita más un gol que las injusticias y las atrocidades que nos ocurren a diario.

Quizás sea momento de pensar, cuáles son las cosas que, de veras, deberían importarnos en este país. Cuáles son nuestros problemas y cuáles deberían ser nuestras prioridades. Y en qué medida lograr tener las islas de vuelta nos va a ayudar a resolver estos problemas o no.

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