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Ya lo dije alguna otra vez. Soy “mayor”. Ingresé al secundario a los doce años; en plena preadolescencia. Dato no menos relevante, el mismo año que ingresaba a primer año, la Junta Militar encabezada por Videla proclamaba el inicio del “Proceso de Reorganización Nacional” e iniciaba la más espantosa y cruenta dictadura en Argentina.
Fui testigo de su encogimiento de hombros y la desaprensión -la falta de humanidad- más espeluznante de la que hizo gala cuando explicó que un desaparecido “es una incógnita, no tiene entidad, no está ni vivo ni muerto; está desaparecido”. Todavía me produce estremecimiento recordar ese momento. Suerte que José Ignacio López, el periodista a quien fue dirigida esa respuesta lo refutó.
Quizás por haber vivido la dictadura de principio a fin. Quizás por haber vivido, antes de ese período negro de la historia argentina, otro período igual de espantoso: el final del gobierno de Isabel Martínez de Perón y de la aberración ideológica de la Triple A; otro terrorismo de Estado. Por haber sufrido el horror de las acciones guerrilleras que Montoneros como el Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP) cometieron tanto contra objetivos militares como contra civiles, tal y como lo expone el libro de Ceferino Reato, “Masacre en el comedor”. Un libro que narra con lujo de detalles la bomba colocada por los montoneros en la sede de la Policía Federal y que acabó convirtiéndose en el atentado más sangriento de la década del 70.
Quizás haber vivido todo eso me hizo preguntarme, siempre, cómo se combate algo sin convertirse -en el proceso- en lo mismo que se intenta combatir. Esa es la pregunta sobre la que me gustaría que reflexionáramos un poco.
Los militares no lo lograron. Quisieron combatir el terrorismo civil de la mano del ejército estableciendo un terrorismo de Estado; el peor de todos los posibles horrores. Terrorismo de Estado que, en el colmo de los abusos, profana la legitimidad del ejercicio de la violencia que obtiene por ser el Estado.
Sin que sea igual -porque nada lo es-, es como querer combatir a una banda de narco traficantes convirtiéndonos en otra banda narco más temible y peligrosa. La icónica -y antigua- serie de culto “The Shield” lo ilustra bastante bien. Cometer actos delictivos -usando placas de policías-; convierten a uno en algo peor a aquello que intenta combatir. “Los fines son elección del simio; solo los medios son elección del hombre”. “Mono y esencia”; Aldous Huxley. El fin no justifica los medios. Entonces, ¿cómo se hace?
La Revolución Rusa
Esta es una pregunta que, a lo largo de la historia, se la han hecho muchos hombres en diferentes situaciones y contextos históricos.
Por ejemplo, la pregunta de cómo combatir al zar de Rusia es algo que enfrentó a dos hombres muy peculiares. De un lado, Vladímir Ilich Uliánov, más conocido como Lenin y, del otro lado, a Aleksandr Aleksándrovich Malinovski, conocido como Bogdánov, luego de que adoptara el apellido de su esposa.
De Lenin seguro que algo conocemos. De Bogdánov no tanto. Hombre de una curiosidad insaciable, se recibió de médico y desarrolló un profundo interés por la psiquiatría. Inventó una teoría filosófica que él llamó tectología -también conocida como “empiriomonismo”-, y hoy en día es considerado como el precursor de la teoría de los sistemas complejos. Fue un economista marxista, teórico de la cultura, un escritor algo popular de ciencia ficción y militante revolucionario. De hecho, es más conocido como dirigente revolucionario antes que como científico o escritor. Menos conocido aún, fue par de Lenin y lucharon hombro a hombro en las luchas revolucionarias que buscaban derrocar al zar y, juntos, fundaron el bolchevismo. Bogdánov fue representante bolchevique en el soviet de San Petersburgo -ciudad que después se llamaría Leningrado- en 1905. Fueron juntos al exilio en Finlandia donde hasta compartieron casa; momento donde se profundizaron las diferencias entre ellos hasta el enfrentamiento filosófico que los separó.
En ese momento convivían -y no en paz-, dos facciones que habían derivado del quiebre del Partido Obrero Socialdemócrata de Rusia. La diferencia central entre ambas facciones tenía que ver con su aproximación ideológica a la Revolución comunista, ya que los bolcheviques -facción mayoritaria-, eran partidarios de una oposición radical tanto ante el zarismo imperial como ante la sociedad burguesa, buscando lanzarse de cabeza a la instauración del régimen socialista. Los mencheviques -en minoría- eran, en cambio, más moderados y abogaban por el derrocamiento del zar y la modernización de la nación rusa mediante el capitalismo, asentando así las bases industriales necesarias para luego alcanzar el socialismo.
Para Bogdánov, en cambio, ambos enfoques eran equivocados ya que consideraba que la única forma de lograr el éxito en la Revolución era cambiando la cabeza de las personas -la conciencia colectiva-. Cambiando la cultura. Pareciera casualidad pero, hoy en día, esta es la batalla cultural que se está librando en gran parte de Latinoamérica y en varios otros lugares del mundo.
Bogdánov procuró demostrar mediante el “empiriomonismo”, la identidad entre el pensamiento y la existencia y llegó a afirmar que el mundo físico es una experiencia “socialmente organizada” de la “humanidad colectiva”. Cambiando la cultura colectiva, era posible cambiar la organización social y, por ende, la percepción de ésta sobre el mundo físico. Al final, denostado por Lenin, repudiado por Gueorgui Plejánov -considerado el padre del movimiento marxista-, y despreciado por Yuli Mártov -líder menchevique-, hoy solo se lo recuerda como un científico loco, conspirador revolucionario, filósofo aficionado, visionario místico, ultraizquierdista peligroso, teórico del totalitarismo y padre de la ciencia ficción. Cierto es que bastante de todo eso le cabe.
Más allá de sus diferencias, todos ellos lucharon por derrocar el sistema zarista y todos ellos, al hacerlo, incurrieron en la violencia, en atentados cruentos e imperdonables y, al final del camino, instauraron un régimen tan totalitario como el anterior, y de tanta o mayor crueldad e injusticia que el zarismo que combatieron y derrocaron. El objetivo de derrocar al zar sólo se convirtió en un medio para obtener y consolidarse en el poder.
Entonces, ¿cómo se combate la crueldad sin caer en la crueldad? ¿Cómo se derroca un totalitarismo sin caer en otro peor? Reconozco que no tengo respuesta. Sobre eso buscaba hacernos reflexionar.
Otros ejemplos en la historia
La Segunda Guerra Mundial fue la mayor masacre organizada de manera mecanizada de la historia. Una masacre industrializada. Se calcula que la guerra desencadenada por el Eje costó entre setenta y ochenta millones de vidas. La Primera Guerra Mundial ya había costado entre cuarenta y sesenta millones de personas. Forzar la capitulación nipona, en agosto de 1945, costó dos bombas nucleares que arrasaron las ciudades de Hiroshima y Nagasaki.
¿Cómo se detiene a un monstruo o a una monstruosidad como el nazismo sin convertirse en otro monstruo?
¿Cómo se combate el fundamentalismo nipón dispuesto a dejarlo absolutamente todo por el Emperador sin arrasar dos ciudades enteras? ¿Sin sembrar el horror nuclear?
De seguro que había otro método, pero al final, ¿hubiera costado más o menos vidas en el balance final ir por un camino o por el otro?
¿Cabe esta pregunta o solo importa el medio en vez del fin? ¿Cualquier medio es válido con tal de alcanzar el fin? Algo me dice que no. Aun cuando se trate de algo tan siniestro como el zarismo, el estalinismo, el comunismo, el nazismo, el yihadismo, el maoísmo o cualquier forma de terrorismo, -cualquiera sea su propósito o su ideología, si es que tiene alguna-.
¿Cómo se lo frena hoy a Vladimir Putin si este sigue decidido a avanzar hacia occidente o si decide atacar a Suecia o a Finlandia? ¿O a Moldavia o cualquier otro país todavía no miembro de la OTAN ni de la Unión Europea?
Por desgracia, sigo sin lograr dar con la respuesta que busco.
Si me parece que el mayor peligro de los totalitarismos es que nos convierte en totalitaristas cuando buscamos luchar contra ellos. La retaliación no puede ser el camino. No se combate una mala idea con una ametralladora. Tampoco se busca imponer ideas -tengan el mérito que tengan-, por la fuerza. Menos por la fuerza de las balas y de las bombas.
Cada vez estoy más convencido que no es con la violencia que se frena la violencia. Tampoco con la violencia se impone la paz. No se apaga el fuego arrojándole combustible. Eso sólo conduce a mayores injusticias que, casi con seguridad, nunca obtendrán su expiación. Quizás el mayor ejemplo a seguir sea la del coronel Valle Larraburu; hoy a punto de ser beatificado por las cartas que le mandó a su familia durante su cautiverio a manos del ERP; antes de ser asesinado. Una pálida reivindicación tardía y que instala algún sentido de justicia. Una justicia que tiene que ser la misma para todos; caso contrario no será jamás justa y no existirá posibilidad de expiación.
Expiación. Qué linda palabra; qué lindo concepto. ¿Argentina alguna vez alcanzará esta expiación que tanto necesitamos para volver a un sendero que nos permita avanzar?