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Apenas conocía la gran ciudad cuando terminé el secundario y empecé la universidad. Rosario se me hacía inmensa, inmanejable. Hay un secreto -me dijeron- todas las calles del centro terminan en el río. Sarmiento termina en el río, La Rioja también. Iba y volvía a la facultad caminando, haciendo zig zag desde Montevideo y San Martín hasta Riobamba y Berutti, más de veinte cuadras.
La pensión donde viví los primeros años era estilo familiar. A mi llegada compartí habitación con Jacinta, una señora de la edad de mi mamá a la que no volví a ver después de ese primer año.
Lo curioso es que a lo largo del tiempo sigo encontrando su rostro entre la multitud en casi cualquier ciudad que visite, su sonrisa suspendida, detenida en el tiempo.
Ella venía de un pueblo a la vera de la ruta trece. Se había mudado sola por trabajo. Era mucama y enfermera en un geriátrico. Hacía turno noche, de once a siete de la mañana. Dormía hasta el mediodía. A las cuatro de la tarde preparaba mate dulce y compraba bizcochitos de grasa. Come Luci, me decía, comé.
Mientras mateábamos, contaba historias de sus hijas y de los novios bien posicionados que tenían. Si mencionaba al marido lo hacía con cierto rencor. Yo me hice la idea de que era alcohólico, pero nunca la escuché decir algo así.
A la tardecita, pasaba un primo a saludarla, tomaban mates en el patio o en la cocina, donde se podían recibir las visitas. Lila, la dueña de la pensión, había comprobado una cosa y sospechaba otra. Que intercambiaban sorbos de whisky entre mate y mate y que no eran primos. De estas dos cosas, lo primero lo comprobó cuando entró de sorpresa a la cocina y lo otro lo sospechaba... por vieja zorra.
Mi hermano y dos amigos compartían otra habitación. Ana y su esposo estaban en la del frente, la chica que bailaba tango y tenía un novio bastante mayor que ella estaba en una pegada a la nuestra, y la del fondo del pasillo, antes de la salida al patio de tierra, donde don José, esposo de Lila tenía su huerta, estaba rentada por "el peruano". Esa era la habitación más pequeña, un exlavadero; acaso por eso él me resultaba enigmático. Un día, ya en cuarto año, me acerqué a conversar por un trabajo que estábamos haciendo sobre los inmigrantes de países latinoamericanos, entonces nos contó sus avatares, su sueño de estudiar, la familia lejos; en fin, sus nostalgias eran como las nuestras, pero multiplicadas por los kilómetros y el tiempo.
Don José y Lila tenían su habitación cerca del baño (que era compartido) y la cocina (también compartida). En esa habitación, estaba la TV y el único teléfono (fijo) que cuando sonaba se escuchaba en toda la pensión. Don José había hecho una repisita para pasarlo al lado de afuera, de manera que uno pueda hablar tranquilo en el patio. De acuerdo al tono de la conversación y la urgencia, después de cortar uno solía ver a Lila bajo el dintel con las manos en el delantal esperando que le contemos eso de lo que ya sabía.
El teléfono traía las noticias de cada una de nuestras familias y de lo que pasaba en el terruño de cada quien. Ese teléfono negro, que habría entregado Entel, hacía tantos años al matrimonio que hizo de esa casa chorizo un pensionado de estudiantes, trajo dos noticias imborrables para mí, que nos hicieron tomar un colectivo en medio de la noche y llegar a la madrugada cuando la quietud y el silencio solo se interrumpen por los aullidos espontáneos de los perros.
El tiempo suele traer una manera nueva de medir las cosas viejas. Ahora dimensiono el valor de mis padres, su astucia, la confianza que depositaron en mis sueños y en los suyos, sus temores, su deseo de trascender, su amor incondicional.
No éramos muchos los hijos de obreros de mi pueblo que nos enviaban a la universidad, seríamos dos o tres familias, los otros que iban a estudiar eran de familias de bien, como se dice por mi zona. La oportunidad de elegir, de conocer. Todo era nuevo, la ciudad, los compañeros, las lecturas, los modos y costumbres. En esa incertidumbre me fui descubriendo, en esa mezcla de querer volver y querer seguir fui haciendo mis primeros pasos para encontrar un sendero, desmalezar, cultivar y hacer de esa posibilidad mi camino, mi opción, mi elección.
Aún conservo de aquellos días una caja con cartas. Las que enviaba mi mamá cuando mi hermano volvía de visita algún fin de semana y yo no, porque no volvíamos todos los fines de semana, y arriba del "taper" cerrado, lleno de torta o milanesas que nos mandaba; en un sobre reutilizado del Banco Nación o una bolsita pequeña llegaban las cartas para mí, cartas que no puedo volver a leer sin emocionarme.
Ahora ya no me escribe, me llama; pero de vez en cuando me dan unas ganas terribles de pedirle que me mande una carta, y ella que se hace la que todavía no se acostumbra a mis arranques me va a decir ¿Para qué?! siempre salís con cada cosa vos!
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