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Los fundamentalismos y la barbarie

Lunes, 05 de septiembre de 2022 01:22
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La realidad de la Argentina actual es prosaica y se ha adentrado en el sombrío bosque de la decadencia.

Barbarie es falta de civilidad, cultura, fiereza y crueldad.

Fundamentalismo es una especie de exigencia intransigente de sometimiento a una doctrina o práctica establecida.

Muchos movimientos o partidos políticos de masas pretenden restaurar la pureza doctrinaria e imponerla a la sociedad. Estos son pasos inexorables hacia el fanatismo que es una actitud apasionada y desmedida en la defensa de creencias u opiniones políticas que no admiten argumentos en contrario.

Hace años en la Argentina la barbarie era impremeditada, instintiva; ahora es consciente, premeditada, planificada, organizada y dispone de medios coercitivos cargados de violencia; basada en una incuestionable doctrina que la justifica, que sirve de interpretación y de incentivo en la lucha y la depredación.

Deberíamos abandonar los particularismos, aprender la importancia del concepto y dejar a un lado por un rato el pintoresquismo de las anécdotas.

Los niños y adolescentes como los hombres ignorantes toda su vida están obstinadamente centrados en sí mismos, deberían entender que la realidad es lo que no se pliega a nuestra voluntad por mucho que pataleemos contra ella.

La mediocridad y el sectarismo han erosionado las instituciones y la sociedad suele entregarse a la irracionalidad. No es posible admitir que la Argentina está condenada a ser un país dividido, declinante, mendicante, marginal; sus problemas son homologables a los de muchas democracias del mundo; no es bueno someter la razón a la emoción.

El poder no debe justificar cualquier cosa, incluida la renuncia a los propios principios y banderas.

Hoy hay una determinada manera de entender y ejercer la política; es una política mediocre, sin convicciones ni coraje ni capacidad de desafío. Una política regida no solo ya por el cortoplacismo, sino por los tiempos vertiginosos y huecos de los medios de comunicación y las redes sociales.

Parece que en la política prima el voluble modo de ser del votante sobre la verdad o la bondad de una causa, y que reniega de toda responsabilidad o disposición al sacrificio. Una política egoísta y carente de sentido del compromiso, en la que impera el "sálvese quien pueda" y el liderazgo se mide en encuestas.

A esta política le faltan líderes. Líderes intelectuales, desde luego, pero sobre todo hombres de acción. Políticos dispuestos a argumentarla ante los electores, defenderla en los Parlamentos, encabezarla desde las instituciones, y asumir el conflicto que todo ello supone. Eso es la batalla cultural, un choque no entre culturas, sino por la cultura, en la que el político, como escribió Weber, "tendrá que ser un líder, y además de un líder, un héroe, en un sentido muy sobrio de la palabra".

Para bien y para mal, no hay nada más importante que la política.

Hay que desterrar la mediocridad, el matonismo y el miedo que envilecen la política y el debate público, un militante no es un miliciano. Hay que procurar una transición a una política firmemente cívica, para ciudadanos libres e iguales.

Al constitucionalismo hay que otorgarle lo que ya no tiene: presencia, prestigio, presupuesto. Son perfectamente compatibles los principios firmes y la mejor gestión devolviendo la dignidad a las instituciones.

Está de moda una política sentimental, barata, subjetiva, disolvente en que los políticos no suelen decir la verdad; la verdad es lo único que puede restituir la confianza. La discrepancia debe expresarse abiertamente y en paz y por los cauces adecuados esto no debilita la democracia.

Algunos de nuestros partidos políticos viven aterrados ante la posibilidad de la pérdida de su antigua hegemonía, en lugar de abrirse o hacerse más flexibles, los partidos adoptan actitudes que paradójicamente agravan el riesgo de escisiones. Se vuelven más defensivos, paranoicos, impermeables, autoritarios, cerrados, ensimismados, alérgicos a la discrepancia, reacios a reconocer las razones de otros y ejerciendo un dominio despótico sobre propios y ajenos. Conceptos como la disciplina, la lealtad, el espíritu crítico y la libertad pueden perderse y acaban comportándose como sectas y protagonizando suicidios colectivos.

La Constitución consagra principios que la realidad muchas veces desmiente.

En muchos políticos no se recuerda ninguna idea original o realmente valiosa, se imponen por la pura fuerza de su ambición, ansían el poder, buscan el poder y a menudo acaban ejerciéndolo de una manera despótica casi teocrática. Ejercen el control absoluto en el interior del partido e intentan ejercerlo también fuera: con los medios, con los empresarios, con los jueces con la combinación de palos, halagos, prebendas. A todo esto se suman los egos, vanidades, celos y ambiciones propias del político con la proyección mediática y las lealtades cruzadas.

Diariamente nos cruzamos en las calles con columnas de personas de toda edad, que caminan en fila, repitiendo eslóganes bajo inmensas banderas de todo tipo. Otra vez la juventud y la militancia subvencionada. Qué pérdida de tiempo y de talento.

La justicia debe ser despolitizada y los jueces no pueden ser peleles del poder central; la Ley no puede ser malversada por la política.

Un país como la Argentina con tasas elevadas de desempleo, pobreza e indigencia, déficit, endeudamiento, fracaso escolar y un sistema de pensiones y jubilaciones abocado a la quiebra, no puede permitirse el lujo de perder más tiempo en arreglar sus problemas y acabar con la corrupción.

 

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