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La política, los políticos y el apocalipsis

Lunes, 23 de octubre de 2023 20:37
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En épocas en donde el desorden social impide avizorar soluciones claras, la imaginación del futuro se estrecha. El porvenir parece colapsarse en el presente. No es extraño que en tales circunstancias aparezcan discursos de tipo apocalíptico.

Entre los siglos III a.C. y I d.C., en tiempos de opresión política, este tipo de pensamiento desarrolló una considerable literatura en Israel. Testimonio de ello son muchos de los llamados textos apócrifos judíos, o el propio libro del Apocalipsis de la Biblia cristiana. En el caso cristiano, el retraso de la Parusía y del fin hizo nacer a los milenaristas (que esperaban el reinado de los cristianos, con Cristo, durante mil años en la tierra antes del Juicio Final) constituyen otro ejemplo de los primeros siglos de la era cristiana. Siglos más tarde, el abad Joaquín de Fiore fue un milenarista sui generis en el s. XII; probablemente, el último milenarista cristiano. A los posteriores ya hay que buscarlos en el campo secular (entre quienes sobresale Marx).

En los apocalipsis existe un vidente que recibe algún tipo de revelación. Lo que le es revelado es la verdadera trama de la historia. Como si los acontecimientos no fueran la realidad última. Todo parece definirse, en cambio, en el orden celestial, donde habitan los "poderes" del mundo (los "tronos, dominaciones, principados y potestades" de Col 1, 16).

Ese angostamiento del horizonte va de la mano con la concepción del fin de la historia y la nueva creación. La primera creación está caduca, envejecida (así, p. ej., en Rom 8), por lo que se espera un nuevo amanecer del mundo que le devuelva su fertilidad.

Por otra parte, si el fin está cerca (como se da en los apocalípticos originales), no queda tiempo para la conversión personal. Esa es quizá una diferencia fundamental entre la mentalidad apocalíptica y la profética. El profeta anuncia un futuro distinto, y por eso exhorta a la conversión. El apocalíptico, no. Como se cierne el fin sobre este mundo, ya no hay tiempo para el cambio de conducta. Lo único que resta es revelar la trama oculta, para separar a los justos de los réprobos, los buenos y los malos. El Juicio es inminente y solo queda aguardar su manifestación. La suerte de cada uno ya está definida.

Por eso es preciso soportar por un breve tiempo los sufrimientos presentes hasta que se revele la salvación de los justos. ¿Y qué mejor que la tranquilidad de saberse de su lado? El maniqueísmo es entonces una consecuencia lógica, y apunta al centro fundamental de nuestro ser: el ámbito de la decisión personal. Soy yo, al aceptar la revelación, quien decide en última instancia estar del lado de los salvados o de los condenados. No cabe tercera posición. No hay lugar para la negociación o la tibieza. Quien se contamina con el mundo viejo, no es digno del nuevo. Todo maniqueísmo es un fundamentalismo.

La historia nos muestra que la aparición de mesías apocalípticos que anuncian el fin del mundo viejo y el amanecer de uno nuevo es correlativa a la vivencia de circunstancias de profunda confusión social. El mensaje tiene arraigo, porque ante la incertidumbre el visionario es el único que ofrece un imaginario completamente diferente. Aunque oscuro para el común de los mortales, tiene la suficiente atracción como para despertar adhesión de muchos que rechazan el orden vigente in toto. El lenguaje críptico lo reviste además con el halo de misterio esencial para que el lego se rinda ante la fascinación del arcano, ungiendo al vidente con el supuesto saber. Sus convicciones con pretensión apodíctica se convierten en la tabla de salvación anhelada por espíritus desesperados.

Sabemos que la realidad es bastante más compleja y, por lo general, gris, ardua y trabajosa. De hecho, los anuncios apocalípticos nunca se cumplieron, a menos que uno les otorgue a los exégetas generosas licencias interpretativas.

En tiempos de turbulencias y decisiones políticas, nunca está demás revisar las enseñanzas de la historia. Dejemos, pues, las fantasías apocalípticas para ciertas minorías fundamentalistas. De los atolladeros de la historia no se sale con mesías salvadores ni con intervenciones altermundanas. Sí con líderes ejemplares que se animen a ingresar en esa terra incognita, que encarnen el valor y nos ofrezcan la imagen que falta para despertar la confianza en nuestras capacidades, que son muchas, de manera que como nación podamos dar a luz un verdadero mundo nuevo.

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