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20 de Mayo,  Salta, Centro, Argentina
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El sabio italiano Paolo Mantegazza y su perfil del minero

Lunes, 11 de diciembre de 2023 00:00

Paolo Mantegazza (1831-1910) fue un médico, antropólogo y viajero italiano que dejó una importante obra reconocida internacionalmente. En 1854 llegó a la República Argentina, a la que recorrió estudiando sus costumbres, enfermedades, remedios naturales, psicología y otros aspectos médicos y sociales.

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Paolo Mantegazza (1831-1910) fue un médico, antropólogo y viajero italiano que dejó una importante obra reconocida internacionalmente. En 1854 llegó a la República Argentina, a la que recorrió estudiando sus costumbres, enfermedades, remedios naturales, psicología y otros aspectos médicos y sociales.

En 1856 llegó a Salta, donde no solamente quedó fascinado con sus gentes y su paisaje, sino que además se enamoró de la salteña Jacoba Tejada con la cual contrajo matrimonio. Su permanencia en Salta lo marcó profundamente, al punto que en su famosa obra "Cartas Médicas sobre la América Meridional", publicadas originalmente en Italia, en dos tomos en 1858 y 1860, dedica varios capítulos a tratar sobre múltiples aspectos de Salta a mediados del siglo XIX. Dicha obra fue traducida al español y publicada en 1949 por la Universidad Nacional de Tucumán.

En ella Mantegazza hace una descripción del minero romántico y soñador, ahora en vías de extinción, que delira en sus fantasías de hacerse rico con las vetas y filones de puro cobre, plata y oro en las montañas que sólo él conoce.

Original testimonio

Por su valor histórico, y el auge de la nueva minería, reproducimos aquí su curioso relato: "Si habéis recorrido el trecho que separa el borde septentrional de la Pampa de los primeros peldaños de los Andes, habréis, sin duda, topado con un minero, en la diligencia, en la fonda, en el círculo de las tertulias (conversaciones). Aunque no seáis amateur de las especies morales del Homo sapiens, puedo deciros que el minero habría resaltado a vuestra vista y lo hubierais descubierto entre una muchedumbre de otras especies vulgares. El minero, a los pocos minutos de conversación, sea que se hable del precio de la azúcar o de una grave revolución política en el país, concluye con hablar de minas y minerales. Si nadie le escucha, no importa, sigue hablando siempre de lo mismo. Hace dos meses que ha descubierto un filón de cobre que promete el ciento por uno de beneficio; lleva gastadas 50.000 liras y no ha ganado un cobre; pero está seguro de su suerte y ríe compasivamente del que le opone la más mínima objeción. Esa mina de cobre, sin embargo, es nada en comparación de dos o tres minas de plata que ha señalado y para cuya explotación está organizando una sociedad: Ha encontrado polvo de oro en diez ríos diversos y espera encontrar carbón fósil, estaño y plomo en otros varios lugares. Si alguien interrumpe al minero en la explicación de sus tesoros, él no se cuida de interruptores y objeciones, sino que habla siempre y es capaz de seguir hablando solo si sus víctimas huyesen. Pedía a un excelente minero a quién iba recomendado y que veía por primera vez, noticias sobre los médicos y las enfermedades del país; me respondió distraído y dos minutos después comenzó a hablar de minas y de filones, y durante hora y media continuó con el mismo argumento, subiendo siempre de tono sin que me diese cabida para meter una hoja de cuchillo entre las palabras que brotaban de sus labios inspirados, compactas como un cuadro de combate. El minero jamás está tranquilo. Duerme, es cierto, pues comparte con los hombres, sus hermanos, esta triste necesidad, pero aun durmiendo sueña con cobre, oro y plata. Amalgama la fuerza ardiente y convulsa del jugador y la monótona pedantería especulativa del negociante, que forman una verdadera contradicción moral, un anacronismo viviente. Hoy es rico, millonario, pero el minero sobrepuja al hombre, y no se detiene en sus millones sino que los emplea en cultivar su propia pasión, y a menudo su propia ruina. Dentro de un mes puede ser pobre, más pobre que el último de sus obreros. Vuelve entonces a vagar de nuevo por cerros y montes, a hacer proyectos, imaginar especulaciones, siempre nuevas y más temerarias siempre. Si goza de larga vida puede sufrir estas vicisitudes muchas veces. El minero, igual en esto a todos los hombres de grandes pasiones, nunca envejece. Conocí a uno, nacido y crecido en Copiapó, en Chile, y que conservo celosamente en mi museo de numismática, que se jactaba de haber hecho y deshecho su fortuna más de catorce veces, y aunque tenía grises los cabellos, me decía que estaba en vísperas de ser un segundo Rothschild, y me contaba todo esto con boca sonriente, inyectados los ojos con el ingenuo entusiasmo de una primera pasión. Este es un esbozo para un álbum y no un cuadro, pero espero que bastará para justificar mi pretensión de haber querido hacer una nueva especie y tal vez un nuevo género del "Hombre Minero" (pp. 294-295). En: Mantegazza, P., [1858-1860], 1949. Cartas médicas sobre la América Meridional. Universidad Nacional de Tucumán, Publicación N° 535, 498 p. Imprenta y Casa Editora Coni, Buenos Aires.

"Homo metallicus"

Bajo esta categoría de "Hombre minero" u "Homo metallicus" de Mantegazza cayeron todos aquellos viejos mineros románticos y soñadores que hacían de la prospección de metales en las montañas su leitmotiv. Esta noble profesión u oficio de cateadores empíricos desapareció con el advenimiento de la nueva minería. En nuestro país estuvieron activos especialmente a lo largo de los siglos XIX y XX. Entre ellos merece destacarse a la salteña y escultora universal Lola Mora que dejó el arte para dedicarse a la minería perdiendo su fortuna en el intento.

Eran en general personas simples, con escasos conocimientos científicos, que a lomo de mula e internándose por semanas en las montañas, cateaban en busca de vetas y filones metalíferos, especialmente aquellos de los metales preciosos. También partían a las laderas de las montañas a lavar el oro de los ríos. Algunos se conformaban con la búsqueda de minerales comunes como vetas o mantos de ónix de bellos colores, el vidrio volcánico perlita, mica, berilo, turmalinas, granates, boratos, sulfato de sodio, carbonato de sodio, sal gema, baritina, hierro, manganeso, uranio y tantas otras sustancias del mundo metalífero, no metalífero y rocas de aplicación.

Conocí a muchos de ellos en las décadas de 1960 y 1970. En el Colegio Secundario y luego también durante los estudios universitarios, frecuentaba asiduamente la vieja Dirección de Minería de Salta. Allí me nutría de muestras minerales provenientes de toda la geografía salteña que eran traídas por esos prospectores para hacer los denuncios de las minas. Formaban parte de la "muestra legal" que junto a un escrito simple indicaba el lugar de procedencia para establecer sus derechos descubridores. En aquellos tiempos había dos grandes geólogos de los que guardo un especial recuerdo, los doctores Jorge Pedro Daud y Eduardo Briatura. Ambos, viendo el interés que les demostraba por las "piedras", me regalaban algunas de esas muestras para mi colección. Allí conocí también a algunos de esos míticos y soñadores mineros, idénticos a los que menciona Mantegazza para el siglo XIX y que eran los últimos representantes de un oficio que estaba en vías de extinción. Muchos de ellos eran también asiduos buscadores de tesoros o "tapados" en los cerros salteños.

Recuerdo por ejemplo a Ricardo Liendro, que cateaba en los cerros de Cafayate, de donde traía excelentes muestras de micas, turmalinas y cuarzo variedad amatista. Allá por 1980 trajo una curiosa roca calcárea que según él era un "feto petrificado" humano, que había sometido al análisis en los laboratorios de las fuerzas armadas de los Estados Unidos y que le aseguraron tenía una edad mayor a medio millón de años. En notas periodísticas de la época habló del valor incalculable de su roca, de los estudios médico ginecológicos que daban fe de su hallazgo, de la antigüedad primigenia del hombre americano y otros asuntos. Obviamente se puso furioso cuando junto al Dr. Domingo Jakúlica, geólogo petrolero y profesor de la UNSa, le dijimos que era un estromatolito de la época de los dinosaurios, de los cuales hay decenas de miles en el norte argentino. Gerald Whemer, era un alemán de gran barba blanca, también incansable prospector. Luciano Ragaglini, fue un italiano de alto porte, que llevaba un viejo portafolio cargado de unas muestras minerales que causaban asombro. Siempre había un halo de misterio sobre dónde, cómo y cuándo había encontrado esos tesoros. El italiano José Gasparini llegaba con unas envidiables muestras de galena argentífera que traía de la mina California, situada al lado de la mina La Poma de Alberto Nioi.

Francisco Valdez Villagrán recorría sin descanso la Quebrada del Toro y sus afluentes buscando hierro, manganeso y ónix. Los hermanos García Pinto y los hermanos Gavenda dejaron sus huellas en el azufre y el ónix. Los hermanos Omar, Vicente y Novaro Espinoza exploraron y explotaron boratos y otros minerales en la Puna. Al igual que los hermanos Edmundo y Humberto San Juan. También vale recordar a Ramón Nuñez, descubridor de varios depósitos minerales importantes de la Puna que una vez se perdió y lo encontraron casi congelado y debieron amputarle dedos del pie.

El geólogo Ricardo Salas, por muchos años secretario de Minería de Salta, me aporta a Fortunato Zerpa, Enrique Frusso, Ricardo Isasmendi, Roberto Alegre y doña Pascuala C. de Vacazur, esta última notable ejemplo de mujer emprendedora minera. La lista es larga y con el auge de la nueva minería, recordar el nombre de esos pioneros es un acto de justicia.

 

 

 

 

 

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