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El primer aniversario de la guerra de Ucrania constituyó un punto de inflexión en el escenario internacional. La visita a Kiev del presidente estadounidense Joe Biden, quien ratificó su decisión de aumentar la ayuda militar al gobierno ucraniano y el anuncio de su colega ruso, Vladimir Putin, sobre la suspensión del New Start, tratado que disponía una progresiva reducción del arsenal nuclear, implicó un salto cualitativo en el clima de tensión mundial.
Lo de Putin no puede subestimarse. Estados Unidos tiene una abrumadora superioridad económica sobre Rusia, pero en el terreno nuclear ambos países conservan una paridad que permanece virtualmente inalterable treinta años después de la desaparición de la Unión Soviética. Esa dicotomía condiciona las estrategias de Washington y de Moscú. Los estadounidenses apuestan a la debilidad estructural de la economía rusa. Los rusos están obligados a hacer valer su poderío atómico para mejorar su posicionamiento en la mesa de negociaciones.
A esa paridad nuclear, supervivencia del "equilibrio del terror" que sostuvo la paz mundial durante la 'guerra fría', Rusia agrega una ventaja relativa en la esfera político-cultural. Su tradición histórica y las características de su sistema político le permiten a Putin embarcar a la población en una cruzada bélica revestida de consignas patrióticas. Los gobiernos occidentales, en cambio, están más condicionados por una opinión pública que, sobre todo en Europa, es mayoritariamente pacifista. Si los perjuicios económicos de la guerra se perciben más en Rusia que en Occidente, su costo político recae más en los países de la OTAN.
Estratégicamente, Ucrania es más relevante para Rusia que para Occidente. Una nota publicada en The New York Times por sus corresponsales en Moscú, Anton Tronalovski y Valerie Hopkins, reconoce que "El resentimiento, la paranoia y la mentalidad imperialista que impulsaron al presidente Vladimir Putin a invadir Ucrania han calado hondo en la sociedad rusa durante el año que lleva la guerra, en una amplia aunque despareja movilización popular que ha concentrado más poder que nunca en el líder ruso".
Semanas después de la invasión, Putin declaró que Rusia precisaba una "autopurificación de la sociedad". El Kremlin incentiva por todos los medios a su alcance el sentimiento nacionalista de la población. Los canales de televisión sustituyen programas de entretenimiento por programas políticos progubernamentales. Los teatros y los museos exhiben muestras montadas por el Estado con títulos como el "OTANzism", para unir la palabra "nazismo" con la sigla de la OTAN. Las escuelas recibieron instrucciones de reforzar los "contenidos patrióticos de la enseñanza" e incorporaron una nueva materia semanal que enseña que el Ejército ruso siempre luchó para liberar a la humanidad de los "agresores que quieren gobernar el mundo". Los niños juntan latas vacías para fabricar velas y enviarlas a los soldados en las trincheras.
Las voces críticas son cada vez menos toleradas. Centenares de miles de rusos emigran para escapar de la guerra y eludir la persecución política. El Centro Sakharov, un archivo de derechos humanos que durante décadas fue un punto de encuentro de los liberales rusos, realizó su última exhibición antes de cerrar definitivamente por una ley sancionada por el Parlamento (Duma). El titular del Centro y exdisidente soviético Serguéi Lukashevski confesó que "lo que hasta hace dos años, o incluso un año, nos parecía inimaginable hoy está ocurriendo". Alexandr Daniel, un experto en disidencia durante la era comunista, señaló que "han construido un nuevo sistema de valores públicos arcaicos y brutales".
Sergei Chernyshov, uno de los escasos directores de escuela que se manifestaron abiertamente contra la guerra, señala que "la sociedad en general se descarriló", y que "invirtieron la idea del bien y del mal". Consigna que el mensaje de que los soldados están luchando en defensa de su nación penetró en la sociedad por la falsa analogía con la victoria soviética en la Gran Guerra Patriótica, como llaman los rusos a la Segunda Guerra Mundial. Denis Volkov, director del Centro Levada, una de las escasas encuestadoras independientes de Moscú, certifica que "el modo en que enmarcaron el conflicto lo hizo más digerible para la gente".
Guerra cultural
Un fenómeno derivado de esta situación es la fractura entre los "oligarcas", la elite económica protegida por el Kremlin. Los hombres de negocios con más inversiones en el exterior, que vieron perjudicados sus intereses y en muchos casos congelados y hasta confiscados sus bienes rompieron con Putin y están contra la guerra. En cambio los empresarios concentrados en los contratos con el Estado y en sectores vinculados con el consumo interno mantuvieron su adhesión al régimen.
El espacio que antes ocupaban los grupos liberales es ganado ahora por sectores ultranacionalistas. Konstantin Maloyev, un millonario ultraconservador ruso, sostiene que "cuanto más dure esta guerra más se eliminará en la sociedad rusa el liberalismo y el veneno de Occidente". Para Maloyev, "si la guerra relámpago hubiera tenido éxito, en Rusia no hubiera cambiado nada". Pero agrega que todavía se necesita otro año para que "la sociedad se purgue por completo de los nefastos últimos años".
En su incendiario discurso ante la Duma, Putin exaltó la dimensión cultural del conflicto cuando reiteró sus viejas denuncias de la "decadencia moral" de Occidente, en un lenguaje que revela cierta deliberada sintonía con el conservadurismo estadounidense y la ultraderecha europea: "Miren lo que hacen con sus propios pueblos; destruyen familias, identidades culturales y nacionales".
Sería ingenuo considerar a Putin como un accidente histórico. Su ascenso está enraizado en corrientes profundas de la sociedad rusa. Políticamente es un pragmático que adecua sus movimientos a las circunstancias. Pero detrás de esas maniobras tácticas hay una visión cultural y política, sustentada en tres pilares que sintetizan la identidad cultural y la continuidad histórica de Rusia: el nacionalismo, el cristianismo ortodoxo y el euroasianismo.
El nacionalismo ruso tiene una raíz religiosa. La Iglesia Ortodoxa es el tejido que une a gobernantes y gobernados. Desde el Gran Cisma de Oriente de 1054, cuando la Iglesia de Bizancio rompió con la Santa Sede, el cristianismo ortodoxo adquirió una impronta "cesaropapista", que asocia al poder religioso con el poder político. La caída de Constantinopla en manos de los musulmanes en 1492 trasladó el centro de la confesión ortodoxa a Moscú, autoproclamada la "Tercera Roma". Durante el zarismo, la Iglesia Ortodoxa fue un bastión del Estado.
Esa condición reapareció tras el colapso del comunismo, que alimentó un renacimiento religioso. El patriarca Kirill, jefe de la cofradía ortodoxa rusa, es un sólido aliado del Kremlin. Aleksandr Dugin, uno de los inspiradores ideológicos de Putin, predica la fusión entre nacionalismo y religión como la base del "euroasianismo", definido como el espacio geográfico para la expansión de la cultura rusa y puente entre las civilizaciones de Oriente y Occidente.
Putin asumió como propia esa visión. En un discurso de noviembre de 2003 afirmó que "Rusia, como país euroasiático, es un ejemplo único donde el diálogo de las culturas y las civilizaciones se ha convertido prácticamente en una tradición en la vida del Estado y de la sociedad". Eurasia es para Moscú una esfera de influencia irrenunciable en la que combatirá toda intervención extrarregional. Ucrania integra ese espacio. Para defenderlo, Moscú blande la amenaza nuclear pero para compensar la manifiesta inferioridad de su poderío económico muestra la "carta china".
* Vicepresidente del Instituto de Planeamiento Estratégico