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El lapidario informe del Indec publicado el jueves ratificó que la pobreza en la Argentina sigue creciendo desde hace cincuenta años. En la primera mitad de los 70 se registraba alrededor del 5% de pobres; en el segundo semestre del año pasado, para el 39, 2% de los argentinos los ingresos de cada hogar no alcanzan para cubrir la canasta familiar y, entre ellos el 8,1% ni siquiera gana lo suficiente para comer una dieta mínima.
Proyectado a la totalidad de la población del país, se desprende que casi 19 millones de argentinos son pobres y 3.900.000 son indigentes. La implacable curva de crecimiento de la pobreza va de la mano con la persistencia de la inflación, que no es una construcción imaginaria ni una decisión de las empresas, sino el aumento sostenido y generalizado de los precios. Es decir, una responsabilidad del Estado y de los sucesivos gobiernos, por la incapacidad para producir con eficiencia, mantener el equilibrio del comercio exterior, generar empleo y garantizar una educación pública de calidad.
En los últimos veinte años, la destrucción del valor de la moneda, debido al despilfarro de fondos públicos, el déficit del Estado, la incapacidad para generar un financiamiento razonable del gasto, la emisión irracional y la presión tributaria llevaron a una fractura social que tiende a agravarse en el tiempo.
Nuestro país ha perdido el equilibrio social que mostraba hasta la crisis del petróleo, a partir de 1973, y la Argentina no se supo adecuar a las nuevas reglas de la economía mundial.
El informe de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal) para 2022 consigna que la pobreza en el subcontinente fue del 32,1%. Hace cuarenta años ese mismo índice superaba el 40%. Este decrecimiento de la pobreza regional contrasta con la debacle social argentina, y nos obliga al mismo tiempo a dejar de buscar un culpable en el pasado o fuera del país.
Reconocer la pobreza no es discriminatorio ni humillante para nadie, sino que es la condición liminar para intentar un acuerdo entre los actores políticos, incluidos los gremios, las cámaras empresarias y las organizaciones financiadas por el Estado, para modificar el rumbo de la historia.
La muerte de una beba de tres meses en la vereda de la Casa Rosada, en la madrugada del viernes, es un símbolo de la indigencia y la marginalidad extremas que golpea en el centro político del país.
Según el censo 2022, hay 2.962 personas en situación de calle. Según organizaciones dedicadas al trabajo social, la cifra es muy superior, llegando a estimarse en 16.000 personas.
Cuando los datos del Censo se conozcan en su totalidad, el mapa de la pobreza en la Argentina será mucho más amplio. Las áreas no cubiertas por la Encuesta Permanente de Hogares muestran carencias particulares que no dependen exclusivamente del poder adquisitivo del salario, como el déficit de suministro eléctrico, agua potable, viviendas dignas y acceso a la educación y a la salud.
En un país donde más de la mitad de las personas depende del Estado, los siete billones de pesos (US$ 17.500 millones) destinados al gasto social no compensan el daño que causan la falta de objetivos de largo plazo y las políticas que destruyen la producción, el empleo y la cultura del trabajo.
Los datos son elocuentes: el 54,2% de los menores de 14 años viven en hogares pobres. Y según las pruebas Aprender, 1 de cada 3 de ellos no sabe leer, escribir, sumar ni restar.
En un año electoral, la preocupación por lo que ocurra en las urnas no debería eclipsar el tema de una pobreza que compromete al país y para la cual nadie parece tener soluciones.