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El éxito de Javier Milei en las elecciones primarias fue sorpresivo, porque, en general, en los cálculos previos se minimizó la intensidad de un sentimiento generalizado: la indignación, la incertidumbre y el hastío, productos del fracaso de los sucesivos gobiernos a lo largo de dos décadas.
Ese escenario pesimista generó candidaturas endebles, agravadas por los enfrentamientos internos en el oficialismo y en la principal oposición. El desmoronamiento progresivo del gobierno de Alberto Fernández y Cristina Kirchner, y la ambivalencia del ministro y candidato Sergio Massa fueron el síntoma de la falta de respuestas por parte del kirchnerismo.
Por su parte, fue letal la ambición de Mauricio Macri, quien primero jugó con su candidatura y, al verificar el rechazo de la sociedad, atizó una fractura interna para frenar la candidatura de Horacio Rodríguez Larreta. La campaña interna de Patricia Bullrich, la elegida de Macri, alcanzó un encono tal que para el elector resultó muy difícil imaginarlos como parte de un mismo proyecto.
El surgimiento de Milei, que expresa un proyecto de liberalismo extremo, desafía valores tradicionales y pone en crisis la idea de la educación universitaria gratuita, apuntalada a lo largo de un siglo en el país y, además, arrasa con certezas instaladas al anunciar la eliminación de la educación sexual y el plan de derogar la legalización del aborto. Una actitud disruptiva que lo coloca en el rol de quien está decidido a terminar con todo lo que se hace hoy y producir una revolución, aunque sea de horizontes imprecisos.
Su discurso y su imagen responden al rechazo creciente hacia los políticos tradicionales presentándolos como "la casta" a la que atribuye todos los males de la Argentina. El hartazgo generalizado facilita que sus propuestas resulten creíbles, sin preguntarse si tendrá el poder, la capacidad y los equipos para llevarlas a cabo.
Pero ese hartazgo no es casual. El oficialismo y la coalición Juntos por el Cambio debieron haberlo previsto hace tiempo. No es Milei sino el electorado quien ha golpeado muy fuerte en el centro de la mesa en un país donde la pobreza ha crecido exponencialmente hasta volverse estructural, mientras la dirigencia actúa como una elite que vive de espaldas a esa realidad. El gobierno de Mauricio Macri defraudó la promesa de reordenar la economía para generar empleo genuino y bien remunerado y desplazar la hegemonía de los intereses financieros a costa de un sistema productivo agobiado por la presión tributaria. Ahora, el kirchnerismo siguió insistiendo con un estatismo distorsivo que solo beneficia a la especulación y a los sectores que hacen de la política un negocio.
Las ideas de dolarizar la economía y clausurar el Banco Central fueron interpretadas para un sector de esta sociedad enojada como el preanuncio de un cambio de rumbo. El viernes, ante el FMI, Milei definió como objetivos: un ajuste fiscal drástico, reducción del gasto público, apertura económica, una profunda reforma del Estado y de las leyes laborales y poner punto final a la emisión monetaria para financiar el déficit.
Nadie sabe si podría hacerlo, ya que de ganar en octubre o en noviembre, no contará con mayoría propia en ninguna de las cámaras.
De todos modos, está claro que este fenómeno que estalló en las urnas hace una semana pone de manifiesto que el país ya no tolera más el estatismo intervencionista, la multiplicación de becarios de la política, la imposición ideológica que corroe al sistema educativo y tampoco al abolicionismo penal que privilegia los derechos de los delincuentes por sobre los de los ciudadanos comunes.
Todo esto, que no fue percibido ni resuelto por ninguno de los gobiernos anteriores, es la clave para interpretar los resultados de las PASO.