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No existe mayor desafío para una democracia constitucional como la nuestra, cuyos acuerdos institucionales han superado una larga guerra civil en el siglo XIX y reiterados golpes de Estado a lo largo del XX, el desafío del presente, ante un arrollador fenómeno que no dudamos de considerar populista, que avanza lentamente y golpea por derecha, con la fuerza de los acontecimientos y los votos.
El desafío no es solo nuestro ni pareciera solamente nuestra pesadilla. En Occidente, Europa lo enfrenta diseminado bajo grotescas formas en diferentes países y Estados Unidos o Brasil ya lo han hecho, en la deriva antidemocrática de frontales ataques a sus instituciones, que no habríamos imaginado ver ni en la más distópica de las elucubraciones de la ficción política, al menos en el caso del primero.
Todavía recordamos, azorados, el 6 de enero de 2021 cuando se instó desde la Presidencia y se intentó por hordas desaforadas, la toma del Capitolio, argumentando elecciones fraudulentas, en el corazón o cúspide de la democracia más sólida del mundo. O el más reciente intento de toma del Congreso Nacional y el Palacio del Planalto en enero de este año, por seguidores de Bolsonaro en Brasilia, para desconocer resultados electorales.
Argentina se encuentra, si se quiere, en ese prolegómeno aterrador (auguro que más que pronto comenzará a sembrarse dudas sobre la legitimidad del proceso electoral, argumentando un pretenso fraude diseñado desde el Gobierno), en el medio de una crisis económica y social, como tantas de nuestra reciente historia. Cíclicamente, como el cuento de nunca acabar, Argentina otra vez en la rodada cuesta abajo del esquema crisis/estallido social/ruptura institucional, pero esta vez, bajo pretensiones de vestir el santo ropaje democrático. ¿Qué caracteriza a este populismo? Que, bajo la invocación de una supuesta libertad que avanza, pretende llevarse por delante muchos de nuestros acuerdos constitucionales de raigambre, curiosamente, liberal. Es decir, si logra triunfar en las elecciones generales para presidente de este año, lo hará con el argumento de una mayoría política circunstancial, criterio convalidante por antonomasia de todo populismo.
Hablo no solo del consenso sobre la división de poderes y funciones -se trabaja sobre la hipótesis de gobernar por decreto o mediante consultas populares invalidares del poder de "la casta"-, o enfrentar gobiernos provinciales sin comprender un ápice de federalismo, sino sobre todo se habla de amputar de raíz, como si fuera un órgano carcomido por el cáncer (la desagradable metáfora médica es sugerida por el propio candidato del espacio), derechos de distinta índole pero en especial, económicos y sociales como los del artículo 14 bis de la Constitución Nacional, nacidos curiosamente al mundo constitucional no desde el peronismo sino como legado de la híper liberal "revolución libertadora" en 1957.
Pero el ataque contra instituciones y derechos de nuestra Constitución no se detiene allí: caerían especialmente la moneda nacional y el Banco Central con la llamada "dolarización", la Coparticipación Federal de Impuestos, derechos de usuarios y consumidores, Medio Ambiente, derechos de pueblos indígenas y mucho del entretejido convencional que nos vincula mediante Tratados Internacionales con muchísimos países de la faz de la tierra que no comulgan, al menos como lo interpretamos aquí, con el credo democrático liberal occidental (v.g. Rusia o China), al modo en que lo entiende este candidato. Hasta Brasil o Bolivia, caerían en la volteada. El repudio a este tipo de países, y la discriminación ideológica inaceptable en el contexto de naciones civilizadas que forman parte de la Organización de Naciones Unidas, por otro lado en una propuesta curiosamente antimercado por la afectación al intercambio comercial y la inversión que lidera, por ejemplo, el gigante asiático en Argentina, lleva al punto de pretender alinear al país no a un bloque de países con intereses afines, sino a un bloque ideológico del que no se salvaría -si de consistencia o coherencia se tratara-, siquiera el propio Estados Unidos, hoy gobernado -al decir del candidato que ha generado todo este aquelarre- por el "socialista" Joe Biden.
Hago un breve paréntesis. Otra interesante curiosidad que demuestra la ceguera o cortedad de miras de lo evidente, en el plano internacional, pues a diferencia del anterior presidente norteamericano Donald Trump, que gustaba trabar lazos de entendimiento hasta con Vladimir Putin y Kim Jong-un, el actual presidente Biden ha movido toda la Organización del Tratado del Atlántico Norte en su enfrentamiento contra Rusia, en el contexto de la guerra con Ucrania, reeditando una especie de cruzada ideológica con reminiscencias de guerra fría, que deja sin argumentos al esotérico candidato argentino.
No hace mucho causó impacto en ciertos cenáculos argentinos, una conferencia dictada por un filosofo ultra liberal argentino, que hasta hace poco presidía nuestra Corte Suprema de Justicia de la Nación, en una universidad chilena. No me detendré en su interesante pero controvertida tesis sobre la dañina relación entre necesidades y derechos, a la que minutos después añadió una sólida argumentación sobre los costos de los mismos desde la perspectiva populista. No lo comparto, pero resulta muy interesante. Me refiero a Carlos Rosenkrantz.
Me detendré en la reflexión sobre el punto del cambio radical y el maximalismo de todo populismo, por efecto de una especie de revolución instantánea con el acceso del populista al poder. Por evidencia histórica, sabemos que los avances en democracias constitucionales, como la nuestra, es siempre progresiva o incremental, pues se trata de acuerdos o arreglos institucionales que hacen muy pero muy difícil, que mayorías transitorias cambien radicalmente la fisonomía de la sociedad. Esa es la idea de estabilidad constitucional. En Argentina, el candidato de ultra derecha del que todo el mundo habla y que ha ganado las primarias, propone otra cosa: un cambio de raíz y como por arte de magia, de un régimen democrático y constitucional de derecho, cuando en realidad, el cambio en las democracias constitucionales (su organización económica o su régimen de derechos individuales y colectivos o la forma de su gobierno), requiere consensos muy extendidos en el tiempo.
"No hay posibilidad de saltos revolucionarios" decía Rosenkrantz. El cambio requiere cambios legales y, a veces, cambios constitucionales, pero el cambio legal y el cambio constitucional, es siempre dificultoso y lento". Por el contrario, el populismo es maximalista, pues pregona la necesidad del cambio instantáneo y radical. "El populismo se caracteriza por demonizar a la dinámica política tradicional a la que le reprocha, centralmente, su carácter retardatario. La concibe como la promotora y reproductora del status quo, como la mascarada perfecta de la continuidad. Por eso todo populismo pregona el cambio ya", ahora, contra la casta política y con un régimen que en verdad, tiene mucho de iliberal y poco de republicano.
Concluyo recordando y citando a Juan Bautista Alberdi, que hace más de un siglo identificara cabalmente estos engendros argentinos en nombre de la libertad, en una definición de ideas que aplica a pie juntillas con la situación presente. "Los liberales argentinos son amantes platónicos de una deidad que no han visto, ni conocen. Ser libre, para ellos no consiste en gobernarse a sí mismos, sino en gobernar a los otros. La posesión del gobierno: he ahí toda su libertad. El monopolio del gobierno: he ahí todo su liberalismo. A fuerza de tomar y amar el gobierno como libertad, no quieren dividirlo, y en toda la participación de él dada a los otros ven un adulterio". He ahí toda su falsa idea de libertad, que no avanza sino retrasaría, hacia una instancia de conflictos graves y disolución nacional. Ojalá me equivoque.