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12 de Agosto,  Salta, Centro, Argentina
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Cuando hablar de inclusión no alcanza

Se necesita una escuela en la que todos -niños con o sin discapacidad- puedan aprender en igualdad de condiciones.
Viernes, 20 de junio de 2025 20:06
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Como todos los días, Ezequiel llega al jardín y busca mi mano. Trae con él, su mochila, sus hermosos ojos negros, un cariño que me envuelve a diario, muchas posibilidades y un certificado de discapacidad. Los martes y jueves, una profesional de apoyo a la inclusión nos acompaña. Ella nos asiste y es, en este contexto, un eslabón indispensable para el niño y para mí. Sin ella, no podríamos hacerlo mejor. Sin ella, las oportunidades estarían incompletas.

Empiezo esta columna dibujando un paisaje que debería repetirse en todas las escuelas del país, pero que no siempre es un hecho. Porque mientras en los discursos se insiste en palabras como inclusión, infancias y derechos, las políticas públicas no acompañan, ni lo que los niños necesitan, ni lo que los profesionales requieren para sostenerlos. Hoy, la situación se está tornando cada vez más crítica, porque los recortes del gobierno nacional están afectando las prestaciones básicas que garantizan la inclusión en nuestro país.

La educación inclusiva busca que todos los chicos puedan acceder a una educación de calidad, sin importar sus características o necesidades. También nos invita a pensar una escuela real, donde las políticas se traduzcan en acciones concretas, con propuestas que se adapten a los distintos modos de aprender. Una escuela en la que todos -niños con o sin discapacidad, con dificultades, con talentos especiales, de distintas culturas o situaciones sociales- puedan aprender en igualdad de condiciones.

La inclusión no se hace con palabras. Se construye con políticas activas, con presupuestos, con redes profesionales estables, con acompañamientos reales y no esporádicos. Se hace con maestras inclusoras, profesionales, gabinetes, diagnósticos reales, accesibles y tratamientos sostenidos. Con continuidad. Sin embargo, en la actualidad se debate en el Congreso de la Nación un conjunto de reformas que desregulan los servicios de salud y prestaciones para personas con discapacidad, habilitando recortes, tercerizaciones y privatizaciones que afectarán directamente el acceso a los derechos más básicos.

El reclamo de familias, docentes, terapeutas y acompañantes terapéuticos no es un capricho. Es un grito colectivo: el sistema de prestaciones está siendo precarizado y abandonado. Las consecuencias son concretas: terapias suspendidas, falta de maestras integradoras, burocracia asfixiante, pagos demorados, incertidumbre. Puedo asegurar que las posibilidades de Ezequiel serán muy distintas si no cuenta con un gabinete que lo asista dentro y fuera de la escuela. No por falta de compromiso ni de recursos afectivos. Por eso no nos llenemos la boca hablando de inclusión si la discusión real está puesta en cuánto cuesta un derecho. Porque los derechos no se tercerizan, ni se negocian. Se garantizan. Se hacen valer.

Nuestras aulas están habitadas por diversidad de infancias. Niños y niñas que comparten el mismo espacio, pero que llegan con historias distintas, con modos únicos de aprender, sentir, preguntar y relacionarse. Cada uno con sus características, con sus tiempos, con sus infinitas posibilidades. A menudo decimos que hay tantas formas de aprender como personas. Entonces, frente a esta realidad de la neurodiversidad y las múltiples maneras en que el cerebro organiza el conocimiento, quizás la palabra "inclusión" nos quede corta. Porque "inclusión" puede sonar, muchas veces, a "permitir que el otro entre", como si ese otro viniera de afuera, como si no perteneciera. ¿Qué pasaría si en lugar de hablar de inclusión, hablamos de convivencia? Hablar de convivencia es reconocer al otro como parte. Es asumir que la escuela se construye con todos y para todos, sin necesidad de pedirle a nadie que se adapte a un único modelo. Si hablamos de convivencia, nos abrimos a la posibilidad de respetar los tiempos, los caminos. De dejar de pensar la diversidad como un problema a resolver y empezar a vivirla como una riqueza para compartir.

Esta mirada se vuelve urgente cuando lo que está en juego es el acceso real a la educación de niños y niñas con necesidades especiales. En un contexto donde se discuten leyes que pueden recortar prestaciones esenciales, pensar en la escuela como espacio de convivencia no es solo un gesto pedagógico: es un acto de justicia. Porque no se trata de sumar a algunos al sistema, sino de redefinir el sistema para que nadie quede afuera desde el inicio. Una infancia digna no puede esperar. Lo que hoy se discute en el Congreso no es solo una reforma legal. Es una decisión ética. ¿Vamos a retroceder en derechos conquistados durante décadas? ¿Vamos a permitir que la inclusión sea un lujo para unos pocos y no una obligación para todos? Esto no es nuevo. Pero hoy, lo que está en juego no es solo el presente de muchos niños, sino el futuro de una sociedad.

En el aula, junto a Ezequiel, a otros niños y niñas, seguimos esperando. Con nuestras manos entrelazadas. Pero también con la voz en alto. Porque decir inclusión y convivencia no alcanza. Hay que hacerlas posible. Y hay que hacerlo ya.

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