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Aerolíneas Argentinas fue creada en 1950 como empresa estatal que funcionaba de modo monopólico dentro del país, pero competía en sus vuelos internacionales con empresas de todo el mundo, en un ambiente muy regulado, de tarifas únicas.
En ese momento era una idea moderna, compartida por muchos países que estaban formando entidades similares. Todas perdían dinero, pero era el único modo de asegurar la conectividad interna y las vinculaciones internacionales que la política de cada país consideraba necesarias.
Como todas las empresas del mundo, Aerolíneas tuvo sindicatos y como en todas las empresas aéreas del mundo, esos sindicatos estuvieron separados por actividad, lo que dio como resultado que haya muchos sindicatos aeronáuticos. Nada atípico.
Alrededor de 1960 el negocio aerocomercial empezó a cambiar y algunas compañías privadas generaron beneficios en rutas específicas. No era lo común, pero la tendencia creció a un punto tal que en 1978 Estados Unidos desreguló sus cielos, a lo que siguió un proceso mundial de liberalización del sistema que incluyó la privatización de British Airways en 1987. Hacia 1990 los grandes monopolios estatales de otrora estaban en retirada y se habían alumbrado nuevas formas de volar, como las "low cost".
Argentina se esforzó por ignorar lo que estaba pasando en el mundo y, aunque surgieron algunas empresas privadas como Austral, Aerolíneas siguió siendo una empresa estatal con vocación monopólica. Además, por una cuestión vinculada con el modo de reclutamiento de personal, la mayoría de su fuerza laboral estaba formada por personas que eran hijos, parientes y amigos de otros empleados, lo que fomentó que puertas adentro se forjara un pensamiento único que estaba convencido de la necesidad filosófica de que las cosas siguieran como estaban, lo que se defendía con los argumentos acuñados en el mundo de 1945.
Pero después de la guerra de Malvinas las pérdidas y las deudas de la empresa se hicieron insoportables y el gobierno empezó a pensar que era necesario cambiar el sistema, o simular que se quería cambiarlo, como hizo Rodolfo Terragno cuando propuso una venta parcial a SAS, que sabía que no tendría apoyo parlamentario.
Menem, en 1990, fue más contundente, primero aprobó una ley y después ofreció la empresa, sin deudas, por medio de una licitación en la que hubo un único oferente, un consorcio encabezado por Iberia que era, a poco que se estudiara, insolvente, pero se adjudicó igual.
Pasó lo que tenía que pasar, Aerolíneas se descapitalizó y llegó a una situación de bancarrota de la que fue salvada por el gobierno español, que la entregó al grupo Marsans, en 1991, con fondos para encarar un salvataje que no se hizo porque los nuevos dueños optaron por robarse esos fondos. La empresa llegó nuevamente a la bancarrota y nunca sabremos cuánta corrupción española y argentina hubo en el proceso.
Con la empresa nuevamente quebrada, el gobierno optó por nacionalizarla, en 2008. Se hizo del peor modo, porque se salvó a Marsans de la quiebra, el país cargó con las deudas y luego con un juicio que perdió en el CIADI.
Aerolíneas, bajo el control estatal, renovó su flota (de modo discutible), aumentó su plantilla de personal, amplió sus rutas domésticas y siguió perdiendo dinero a manos llenas. Además, seguía siendo prácticamente monopólica dentro del país.
Durante el gobierno de Macri, sin legislarlo, se abrió el mercado a nuevas empresas, y allí aparecieron los improvisados y los aventureros de siempre. Después de muchos anuncios y varias bancarrotas, la oferta argentina quedó en manos de dos low cost y una chartera (alrededor de un tercio del total) y Aerolíneas Argentinas, que seguía perdiendo dinero a manos llenas.
Mientras tanto el mercado latinoamericano se modificó. Casi todas las empresas migraron hacia el modelo low cost, hubo varias asociaciones de compañías y se estableció un sistema de hubs (Panamá, Lima, Bogotá, San Pablo), mediante el cual, haciendo una sola conexión era posible unir un centenar de ciudades, entre sí y con Estados Unidos. Aerolíneas quedó fuera de esta movida, lo que la descolocó en el mercado regional donde, con una oferta muy reducida, siguió perdiendo dinero.
Así llegamos a la situación actual en la que la no puede seguir el ritmo del mercado regional, no tiene capacidad para generar beneficios en el largo radio, donde su participación tiende a caer, y sólo tiene sentido como línea integradora del país.
Por sus pérdidas acumuladas se encuentra en situación de quiebra técnica, y el gobierno no tiene intenciones de capitalizarla, por lo que las alternativas son la liquidación o la venta. La primera opción generaría un problema hacia el interior del país, porque significaría la suspensión de muchos servicios que, a pesar de la apertura de los cielos recientemente decretada, no serían rápidamente reemplazados. La segunda tiene mucho de lotería, porque en el marco descripto Aerolíneas, con la carga de personal y los costos de su ineficiencia, no es un negocio interesante para nadie, salvo que quiera plantear alguna aventura, como ya ocurrió con Iberia y con Marsans. Seguramente nadie va a pagar nada por esta empresa. A lo sumo, puede haber alguna oferta para hacerse cargo de las deudas. Además, ningún comprador dará garantías sobre la continuidad de la aerolínea.
Con esta realidad, más allá de un convenio paritario mal gestionado (como siempre), es lógico que los trabajadores busquen proteger su empleo y, casi como reflejo y sin proponer una sola idea, se opongan a cualquier cambio, empezando por la privatización, a la que ven como una fuente segura de desempleo.
El gobierno no quiere privatizar Aerolíneas, quiere sacársela de encima, que es otra cosa, pero sabe que no puede desconectar al país. Las "low cost" que operan aquí, no pueden hacerse cargo de la noche a la mañana de la red doméstica y, sobre todo Flybondi, no son muy confiables. Un nuevo operador tampoco podría hacerlo, sobre todo en un momento como el actual, en el que es difícil conseguir aviones en el mercado mundial.
En síntesis, Aerolíneas Argentinas está en un brete complejo del que no saldrá con fórmulas mágicas como la privatización apresurada, y cuya solución, que en algún punto debe incluir a la fuerza laboral, demandará tiempo y tendrá un alto costo para el país.