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La guerra de Ucrania modificó la estrategia de inserción de Rusia en el sistema de poder mundial. Hasta febrero de 2022 la economía rusa estaba vinculada esencialmente a Europa, en especial a Alemania, pero ahora se volcó hacia el Asia, en particular a China e India. Ese viraje incentiva la expansión del grupo BRICS, liderado por China e integrado también por Rusia, India, Brasil y Sudáfrica, transformado en una virtual contrapartida del bloque económico occidental encabezado por Estados Unidos.
Rusia es el país más extenso del planeta. Tiene una superficie de más de 17 millones de kilómetros cuadrados. El 40% de su territorio está en Europa, pero el 60% restante, en Asia. Hacia el oeste es vecina de Polonia y los países bálticos, que integran la Unión Europea y la OTAN, y hacia el este de Asia Central y China. El principal límite geográfico entre Europa y Asia está situado dentro de sus fronteras y es la cordillera de los Urales, uno de los depósitos de minerales más importantes del mundo.
El comercio bilateral entre Rusia y China alcanzó en 2023 a 240.000 millones de dólares, lo que implicó un aumento del 26% en los dos años previos, con un ritmo que lo lleva a duplicarse en los próximos dos. En 2023, por primera vez en la historia, Rusia se convirtió en el primer proveedor de combustible de China, a la que exportó un 22% más que en 2022.
El coloso asiático es el mayor importador de combustible del mundo, por encima de Estados Unidos, que con el auge del "shale oil" redujo su necesidad de abastecimiento externo y su dependencia del petróleo de Medio Oriente. Mientras tanto, la venta de combustible ruso a China se ha duplicado en la última década, en un escenario geopolítico signado por el estrechamiento de las relaciones entre Moscú y Beijing.
Esta mutación se vincula directamente con el conflicto de Ucrania: más del 70% del gas que hasta entonces se volcaba hacia Europa, en especial a Alemania, fue direccionado a Asia, en primer lugar, hacia China y la India. Esta fue la principal consecuencia de las sanciones económicas impuestas por la Unión Europea y Estados Unidos, que incluyeron la confiscación de más de la mitad de las reservas monetarias rusas depositados en bancos occidentales, que ascendían a 330.000 millones de dólares, en lo que Moscú denunció como el más extraordinario atraco cibernético de la historia. Las represalias del Kremlin tuvieron un sensible impacto en la economía de la Unión Europea. El súbito encarecimiento del precio de la energía afecta seriamente la competitividad internacional de sus industrias y perjudica particularmente a Alemania. Europa continental acentuó su creciente pérdida de relevancia en el concierto económico global.
Los efectos negativos del nuevo escenario no se detuvieron en el terreno industrial. Las exportaciones rusas de urea, un fertilizante surgido como subproducto del gas natural cuya demanda se duplicó en los últimos dos años, representan un insumo central para la agricultura europea. La urea proveniente de Rusia cubre más del 30% de la demanda de la Unión Europea. Algunas previsiones indican que ese porcentaje ascendería al 50% en 2030. El pronóstico desnuda una seria amenaza estratégica: como sucedía antes con el abastecimiento energético, la seguridad alimentaria europea todavía depende fuertemente de Moscú.
Lo que para Europa es un problema para Rusia es un enorme beneficio. La Organización para la Alimentación y la Agricultura (FAO) estima que el uso de fertilizantes en la agricultura mundial está en pleno ascenso. Esto llevó al Fondo Monetario Internacionavl a pronosticar que, en 2024, a pesar de las sanciones occidentales, el producto bruto interno de Rusia aumentará un 3%. Ese incremento estará acompañado por una vigorosa recuperación de las reservas de su Banco Central, que volverán a tener el mismo nivel que antes del desapoderamiento del que habían sido objeto en 2022.
El factor Trump
La condición bicontinental de Rusia originó dos almas culturales. Una mira hacia Occidente, la otra hacia Oriente. Desde hace tres siglos, a partir de la Primera Revolución Industrial, la idea de la modernización estuvo asociada a la integración con Europa. La vecindad con Asia era visualizada como el símbolo de la barbarie. Pero en los últimos años esa ecuación tuvo un cambio sustancial. Europa comenzó a ser percibida con una realidad en decadencia y Asia como un continente en ascenso.
El propio Putin fue protagonista de ese viraje. Como un antiguo oficial de la mítica KGB comisionado en Alemania, experimentó el encandilamiento con los avances de las economías occidentales en contraste con el atraso de la economía soviética. Pero una vez encumbrado en el poder apreció el estancamiento del viejo continente y el despertar de sus dos grandes vecinos asiáticos: China e India, que en conjunto abarcan al 37% de la población mundial.
El líder ruso abrazó entonces la doctrina del nacionalismo "euroasiático". Para esa visión, Eurasia pertenece a una esfera de influencia irrenunciable en la que combatirá toda intervención extra-regional. Ucrania integra ese espacio. Para defenderlo blande la amenaza nuclear, pero para compensar la manifiesta inferioridad de su poderío económico muestra la "carta china".
Paradójicamente, la política exterior estadounidense favoreció esa nueva orientación. Henry Kissinger aconsejaba la conveniencia de una maniobra estratégica similar, aunque con sentido inverso, a la que en 1971 ejecutó Richard Nixon cuando viajó a China para reunirse con Mao Tse Tung y aprovechar la fisura entre Beijing y Moscú para aislar a la Unión Soviética. Para Kissinger un acercamiento entre Washington y Moscú podría crear un muro de contención para frenar el expansionismo chino.
El gobierno de Joe Biden hizo exactamente lo contrario. Convocó a una "Alianza de las Democracias" destinada a combatir a los regímenes autoritarios. Al colocar a Rusia y China en el campo adversario ayudó a volcar a Moscú a los brazos de Beijing. Lo que para el Kremlin era una tentación derivada del cambio en el contexto global pasó a constituirse en un imperativo categórico. Inmediatamente Putin y su colega chino, Xi Jinping anunciaron una "alianza estratégica integral" entre ambos países. Para coronar este giro estratégico, en mayo pasado el mandatario ruso viajó a Beijng para encontrarse con Xi Jinping, en ocasión de celebrarse un nuevo aniversario del Tratado de Amistad Chino Soviético, celebrado en 1950 por José Stalin y Mao Tse Tung, quien acababa de ingresar en Beijing al frente de las tropas del Ejército Rojo.
Algo similar ocurrió entre Rusia y la India. Putin promovió un diálogo amistoso con el recientemente reelecto primer ministro Narendra Modi para disipar la clásica aprehensión india sobre el expansionismo ruso en la extensa frontera binacional. A tal fin, Putin convirtió a Rusia en el mayor vendedor de armas para India. Su intención apaciguadora era inequívoca: nadie provee de armamento a un país contra el que piensa combatir. Pero Moscú también se beneficia con las divisas originadas en la exportación de armamento y de combustibles, que le permiten aliviar los serios perjuicios financieros derivados de las sanciones occidentales.
En términos de corto plazo es mucho más riesgosa la aceitada relación entre Moscú y Teherán, que provee al régimen chiita del paraguas protector del poder de veto de Rusia en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas. Para Putin una escalada bélica entre Irán e Israel sería un foco de distracción que desviaría la atención occidental de la guerra de Ucrania. En este contexto nada tranquilizador no resulta descabellado suponer que, en caso de triunfar en las elecciones presidenciales de noviembre, Donald Trump, quien más de una vez se jactó de su excelente química personal con Putin, retome aquel consejo de Kissinger y reabra un canal de diálogo entre Washington y Moscú que comenzaría con la negociación de un acuerdo de cese de fuego en Ucrania.
* Vicepresidente el Instituto de Planeamiento Estratégico