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La vacancia de liderazgo político en la Unión Europea iniciada en 2021 con el retiro de la primera ministra alemana Ángela Merkel y el posterior fracaso del presidente francés Emmanuel Macron, quien trató vanamente de sustituirla en ese rol, potenció la irrupción de la primera ministra italiana, Giorgia Meloni, cuyo protagonismo insinúa un cambio de época en el escenario mundial.
Por primera vez en la historia contemporánea, una personalidad política italiana concentra la atención del viejo continente. En la misma semana en que obtuvo una aplastante victoria en las elecciones para la renovación del Parlamento continental, Meloni trepó al estrellato mundial como anfitriona de la conferencia cumbre de jefes de Estado del Grupo de los Siete celebrada en la ciudad italiana de Fasano.
Ya en los prolegómenos del cónclave del G-7, Meloni se anotó un triunfo significativo con la supresión en la declaración final de la reunión de la referencia al "derecho al aborto seguro y gratuito" incluida en el borrador originario y tenazmente defendida por Macron, el primer ministro alemán Olaf Scholz, su colega canadiense Pierre Trudeau y el primer mandatario estadounidense Joe Biden.
Si se tiene en cuenta que esa misma mención, con esos términos, figura en los documentos finales de anteriores reuniones del G-7, este éxito de Meloni patentiza el avance de las posiciones conservadoras y el correlativo retroceso de las posturas "progresistas" verificado en las recientes elecciones europeas y en las encuestas sobre las elecciones estadounidenses, que otorgan ventaja al ex presidente Donald Trump.
En coincidencia con esa militancia contraria a la legalización del aborto cabe inscribir el criterio utilizado por Meloni para la selección de los invitados especiales al encuentro. La figura central en esa nómina fue, sin duda, el Papa Francisco, convertido en el primer Sumo Pontífice en participar en estas deliberaciones, que representó un inequívoco reconocimiento a su condición de actor relevante en el plano global pero que difícilmente hubiera podido asistir si en el documento final aparecía esa aprobación al aborto.
Pero Meloni incorporó también en esa lista a dos personalidades políticas emblemáticas. Una fue el presidente argentino, Javier Milei, oficializado como un dirigente relevante en la constelación de las fuerzas de derecha a nivel mundial. La otra fue el reelecto primer ministro de la India, Narendra Modi, quien encarna una variante "hinduista" del conservadorismo religioso. La líder italiana simbolizó así su posicionamiento en la política mundial, una actitud reforzada con su cálida acogida a los dos invitados argentinos, en franco contraste con su gélida recepción a Macron,
Derrotas paradigmáticas
Los astros se habían alineado para fortuna de Meloni. Nunca en la historia europea sucedió que los primeros ministros de Alemania y Francia, las dos principales potencias de Europa continental, no sólo fueran vencidos simultáneamente en las urnas sino que ambos ocuparan el tercer lugar en las elecciones parlamentarias. Macron y Schotz, que acababan de ingresar a la categoría política de "patos rengos" en sus respectivos países, mal podían pretender rivalizar con su exultante anfitriona, que había revalidado títulos con una amplia mayoría electoral.
En este giro regional corresponde también ubicar la derrota en España del primer ministro socialista Pedro Sánchez, vencido por el centroderechista Partido Popular en una elección que exhibió otro avance de la ultraderecha corporizada por Vox, y los resultados en Austria y en Hungría, que ratificaron un cuestionamiento generalizado al "establishment" político cuya expresión emblemática es el rechazo a la burocracia de Bruselas, sede de la UE.
El episodio más disruptivo fue la elección francesa. El triunfo de Agrupación Nacional, comandada por Marine Le Pen, obligó a Macron a convocar a elecciones anticipadas para el domingo 30 de junio. Con este llamado la ultraderecha francesa podría quedar en condiciones de encabezar un gobierno de coalición, en alianza con un sector de los conservadores tradicionales nucleados en Los Republicanos, el partido de los ex presidentes Valéry Giscard d'Estaing y Nicolas Sarkozy.
Si así ocurre se produciría un acontecimiento institucionalmente inédito: la "cohabitación" entre un presidente de centroizquierda como Macron, quien ya anunció su decisión de no renunciar, y un primer ministro ultraderechista como Jordan Bardella, presidente de Agrupación Nacional, nominado por Le Pen para ocupar ese cargo.
Macron, que nunca se da por vencido, procura generar una polarización para evitar una victoria de Le Pen. Para ello busca sostener un "cordón sanitario" para aislar políticamente a Agrupación Nacional. El campo de batalla es, precisamente, el conservadorismo. El presidente de Los Republicanos, manifestó su intención de acordar con Le Pen, pero un ala mayoritaria de su partido le negó autoridad para hacerlo. Macron tropieza, empero, con un obstáculo más serio: la izquierda pretende resucitar el Frente Popular para ir a un combate frontal "a todo o nada" contra la derecha. En ese caso el mandatario desaparecería virtualmente del mapa político.
No tan estrepitosa como la debacle de Macron pero igualmente letal fue la derrota de Scholz. La socialdemocracia alemana, la fuerza de izquierda más antigua de Europa, quedó confinada al tercer lugar, detrás de la democracia cristiana y de Alternativa para Alemania, la formación ultraderechista que, paradójicamente, tiene su bastión electoral en los estados de la ex Alemania Oriental. Ese triunfo democristiano anticipa la reelección de la alemana Ursula von der Leyen en la presidencia del Consejo de Europa.
Crisis existencial
Esta reconfiguración política coincide con un horizonte preocupante para Europa cuyas causas estructurales exceden de lejos las derivaciones de la guerra de Ucrania. El Brexit fue una señal de alerta. Gran Bretaña, un antiguo imperio con una experiencia histórica que le otorga una elevada conciencia global, fue la primera en advertir que en el largo plazo su porvenir no podía depender de la Unión Europea.
En este contexto, la opinión pública europea no se resigna a la mutación histórica originada en el hecho de que por primera vez en más de 2.000 años el viejo continente dejó de ser el epicentro de la geopolítica mundial para quedar definitivamente atrás en un escenario dominado por la competencia entre Estados Unidos y China. Las cifras son apabullantes. En 1992 Europa Occidental representaba el 29% del producto bruto interno global. En 2023 tuvo el 15%.
En el sistema transnacional integrado de producción propio de la era de la globalización existen aproximadamente 88.000 empresas multinacionales, con unas 600.000 asociadas, de las cuales el 44% son estadounidenses y el 25% chinas. Las compañías europeas ocupan un lugar absolutamente secundario. Entre las cincuenta mayores empresas de alta tecnología del mundo sólo cuatro son europeas. Desde la creación del Mercado Común Europeo en 1993, la economía estadounidense creció un 65%, mientras que en Alemania el 37%, en Francia el 35% y en Italia el 20%. La población europea asciende a 741 millones de habitantes, equivalente al 7% del total mundial, al tiempo que la tasa de natalidad se tornó negativa, lo que provoca un creciente vacío demográfico que sólo puede cubrirse con el aumento de la inmigración, fuertemente resistida por la inmensa mayoría de la opinión pública y que constituyó una de las principales razones de la marea derechista reflejada en las elecciones regionales.
Esta auténtica "crisis existencial" de un continente que siente haber perdido relevancia y estima que su dirigencia eligió un rumbo equivocado explica que la ultraderecha sustituya a la vieja izquierda como expresión "antisistema". Pero, tal como sucedió con aquella izquierda anquilosada luego de la caída del muro de Berlín, este rechazo tampoco encuentra un modelo alternativo.