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El lunes 29 de julio por la mañana, cuando supimos que Nicolás Maduro se había proclamado vencedor en las elecciones presidenciales venezolanas, dos personas sin ningún tipo de relación entre ellas me hicieron la misma pregunta: ¿No se puede hacer nada con lo que pasó en Venezuela? Para una pregunta tan sencilla y directa como esa no tuve una respuesta categórica. Muchas veces, la simplificación permite poner blanco sobre negro y focalizar en lo relevante, pero muchas otras, oculta la complejidad de los fenómenos y, eventualmente, los distorsiona.
Es probable que los analistas internacionales esgriman dos tipos de respuestas: una de tinte jurídico y otra de tinte político. Dentro del primer grupo se argumenta que los Estados no pueden entrometerse en los asuntos internos de los otros. Este es un principio fundamental del derecho internacional, que está plasmado en la Carta de Naciones Unidas y de la Organización de Estados Americanos –y por lo tanto los Estados que las suscribieron deben cumplirlo-, pero que abreva de un largo historial que tiene como hito a la Paz de Westfalia que, en el siglo XVII, puso fin a las cruentas guerras de religión en Europa.
Desde una mirada más política, otros argumentan que el cumplimiento de ese principio es discrecional, pues depende de la fuerza y recursos de quienes están involucrados.
¿Quién es el Estado?
Con la Paz de Westaflia primero y la Revolución Francesa después, se empezó a distinguir entre el Estado y el gobierno, poniéndose en tela de juicio la noción de soberanía entendida como la expresión del ejercicio legítimo y máximo del poder.
Originalmente, la soberanía era un atributo regio, pero a partir de esos sucesos pasó a ser atribuido –no sin resistencias- ya sea al Estado o al pueblo. Cuando el monarca era el soberano, podía hacer lo que le parecía por el bien del Estado, pues en definitiva él era el Estado. En cambio, si el soberano es el Estado, es éste el que no admite ninguna intromisión para el ejercicio del poder, aunque su ejercicio está en manos del gobierno que lo representa ocasionalmente. Si el soberano es el pueblo, se considera que es éste quien ejerce ese poder, eligiendo a sus autoridades para que éstas, en su nombre, administren el Estado.
De alguna manera, estos tres escenarios se presentan en la Venezuela actual. Cuando un régimen como el de Nicolás Maduro se perpetúa en el poder y copta los tres poderes del Estado; proscribe a opositores con perspectivas de triunfos electorales; realiza detenciones arbitrarias o empuja al límite las normas de la diplomacia, claramente se comporta como un monarca absolutista que se atribuía la soberanía como una potestad personal.
Claro que para él y sus partidarios todas las medidas tomadas son fruto de la voluntad popular, pues son los ciudadanos los que decidieron, ya sea en elecciones o referéndums, sobre las propuestas del gobierno. Ese argumento desvirtúa la noción de la democracia auténtica como forma de gobierno que, siendo la expresión de la mayoría, respeta a la minoría. Ni que decir, por supuesto, que cuando hay fraude electoral, en realidad lo que se hace es suprimir a la voluntad popular.
En tercer lugar, y como foco de la cuestión, está la soberanía estatal: la forma de gobierno, el sistema de partidos y los mecanismos electorales son cuestiones internas y ningún otro Estado o grupo de Estados puede arrogarse la potestad de intervenir en ellas.
Volvamos a la historia. Pese a lo acordado en Westfalia, en el siglo XIX las grandes monarquías europeas apelaron a la intervención como un principio para obturar los intentos republicanos en el viejo continente, así como para frenar los movimientos independentistas en América. Por ello, no debe extrañar que los países americanos, en especial los latinoamericanos, sean los que más defendieron la no intervención como eje vertebral de las relaciones políticas internacionales. En cierto sentido también lo hizo EE. UU. con la doctrina Monroe, pero luego ésta fue deformándose y se aplicó arbitrariamente según los intereses del país del norte; no se aceptaba la intervención europea en América, pero EEUU sí podía intervenir en sus vecinos toda vez que sus intereses estuvieren comprometidos. La no intervención de otros Estados en los asuntos internos constituía, como principio, una limitación a la prepotencia de los Estados poderosos.
El uso y el abuso
Cuando el sistema americano empezó a gestarse – luego se concretaría en la Organización de Estados Americanos - los países de la región, y en especial Argentina, defendieron a rajatablas la no intervención, que terminó consagrándose como base de la convivencia entre los Estados de la Región y, en 1960, con motivo de la visita del presidente Eisenhower a la Argentina durante el gobierno de Frondizi, la declaración conjunta que hicieron ambos mandatarios manifestaba que: "…el principio de no intervención es la piedra angular de la armonía y amistad internacionales y que su corolario es el respeto mutuo entre las naciones, sean grandes o pequeñas".
Claramente, la revolución cubana cambió las cosas y el principio no se aplicó siempre y en todos los casos, en especial en Centroamérica y El Caribe, pero, independientemente de ello, cada vez que hubo crisis y movilizaciones internas e incluso golpes de Estado en la región, más allá de declaraciones más o menos conciliadoras de los diferentes dirigentes políticos, no se concretaron intervenciones para reconstituir el orden o volver a la situación previa.
¿Es justo que frente a situaciones críticas como las descriptas no se haga nada? ¿No se puede hacer nada o no se quiere hacer nada? Como todo principio, cuando es pervertido, sirve para arropar grandes injusticias. El principio de no intervención fue esgrimido por Saddam Hussein para masacrar a kurdos en territorio iraquí; por Putin para arrasar con los independentistas chechenos; por Gaddafi para torturar a los opositores a su régimen y por Kim Jong Un para efectuar purgas en el partido comunista norcoreano y así la lista podría extenderse.
El poder y el Derecho
Con motivo de la guerra en la ex Yugoslavia, muchas voces – entre ellas la de Juan Pablo II - se alzaron demandando que, frente a situaciones en las que se violan sistemáticamente los derechos humanos, el principio de no intervención debería ser desplazado. Afirmar que los derechos humanos son de jurisdicción universal y por tanto no exclusivamente de jurisdicción interna significa que aquella amplísima e importante materia no está amparada por el principio de no intervención. Ahora, la justificación y legitimación de este tipo de acciones, sustentadas en el respeto por los derechos humanos, requieren de un pormenorizado análisis para que no sean utilizadas como herramientas al servicio de intereses políticos muy alejados del altruismo que suelen esgrimir.
Irak y Libia fueron intervenidas por potencias occidentales y Saddam Hussein y Gaddafi fueron desplazados y ejecutados. Putin y Kim Jong Un siguen al frente de sus respectivos Estados. Aquí está presente con toda contundencia, el argumento político: porque son poderosos.
¿Por qué en algunos casos sí y en otros no? ¿Quién o quiénes determinan la admisibilidad o inadmisibilidad de este tipo de intervenciones? No hay dudas que en Venezuela el actual gobierno comete reiteradas violaciones a los derechos humanos. Tampoco que en las últimas elecciones esas situaciones se intensificaron, con una veintena de muertos en las manifestaciones y numerosas denuncias de detenciones arbitrarias y torturas. Ahora, ¿es suficiente para que se concrete una intervención extranjera?
Hay quienes entienden que este tipo de acciones solo serían aplicables frente a actos extremos como el genocidio o crímenes de lesa humanidad y que, para no ser arbitrarias, deberían canalizarse a través de las Naciones Unidas. Claramente el accionar régimen venezolano no puede ser asimilado con el genocidio y, por otra parte, cualquier intento de intervención de las Naciones Unidas quedaría paralizada por el veto chino y ruso en el Consejo de Seguridad. ¿Entonces no se puede hacer nada?
Podría presionarse al régimen por vías diplomáticas, como la expulsión o suspensión de foros internacionales y aislarla regionalmente hasta tanto no haya una apertura auténticamente democrática. Es verdad que en el caso de Cuba las acciones emprendidas sirvieron para perpetuar a la revolución; pero allí se trataba de medidas fundamentalmente comerciales impuestas por EE.UU. que terminaban perjudicando al pueblo cubano, por lo que generaba cierta mirada condescendiente hacia el castrismo ya que la disputa era representada como David frente a Goliat. En el caso de Venezuela sería esperable que sean los países de la región quienes presionen a Maduro para transparentar los resultados y organizar elecciones con veedores imparciales. En el actual contexto de división ideológica y disputas diplomáticas entre los líderes latinoamericanos, esta posibilidad parece muy lejana.