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La universidad gratuita y la deuda pendiente de la igualdad

Jueves, 02 de octubre de 2025 01:53
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En la Argentina solemos repetir, con cierto orgullo, que la educación superior es gratuita y que nuestras universidades nacionales están abiertas a todos los que deseen ingresar. Esa afirmación es cierta en lo formal, pero incompleta en lo real. El ingreso irrestricto y la gratuidad no alcanzan cuando las condiciones materiales de vida determinan quiénes pueden permanecer y, sobre todo, quiénes logran egresar. La universidad es, todavía, un privilegio de clase, aunque se la disfrace de derecho universal.

Los números oficiales son elocuentes. En 2021-2022, el sistema universitario argentino registró más de 2,7 millones de estudiantes y unos 758 mil nuevos inscriptos. Sin embargo, solo 159 mil egresaron ese año. La tasa de retención en el primer año ronda el 62 %: es decir, cuatro de cada diez que ingresan abandonan antes de cumplir doce meses en las aulas. Y apenas el 27,7 p% or ciento de los egresados logra hacerlo en el tiempo teórico de sus carreras. La brecha entre quienes comienzan y quienes logran el título es demasiado amplia para seguir celebrando la gratuidad como si fuera la panacea.

Más preocupante aún es la desigualdad social en esos trayectos. Según la Encuesta Permanente de Hogares, el 42 % por ciento de los universitarios proviene de hogares de bajos ingresos. Podría parecer un dato alentador, porque muestra que hay sectores populares accediendo a la universidad. Pero si miramos la finalización, la foto cambia: los jóvenes de familias pobres desertan en mayor proporción que los de clase media y alta. La explicación es tan sencilla como dolorosa: tienen que trabajar más horas para sostenerse, carecen de apoyos académicos, vienen de secundarias con falencias estructurales y no cuentan con redes familiares que los sostengan en la permanencia. El resultado es que la universidad, aunque abierta en el ingreso, se vuelve selectiva en el egreso.

En Salta y el NOA, la situación se agrava. Muchos estudiantes llegan desde pueblos alejados, con costos de traslado, alquiler y manutención que la beca Progresar apenas alivia. El sueño de estudiar choca con la realidad de la pobreza: trabajos precarios para pagar una pieza, largas horas en colectivos, dificultades para acceder a internet o bibliografía. La universidad se convierte en una carrera de resistencia donde no todos tienen las mismas fuerzas de largada.

Este panorama desnuda una contradicción profunda. Como sociedad invertimos en que todos puedan entrar a la universidad, pero desatendemos las políticas de permanencia y egreso. Las tutorías son insuficientes, las becas escasas, los programas de acompañamiento fragmentados. El sistema celebra su masividad de ingresos, pero tolera sin rubor una "puerta giratoria" que expulsa a los más vulnerables. Se enarbola la bandera de la movilidad social ascendente, pero se la deja en manos de la buena suerte, de la capacidad individual o de la contención familiar.

Mientras tanto, el discurso oficial y académico insiste en la gratuidad como si fuera sinónimo de igualdad. No lo es. La igualdad no se juega solo en la inscripción sin arancel, sino en las condiciones materiales que hacen posible llegar al aula, rendir un examen, cursar todas las materias y recibirse. La pobreza económica sigue marcando quién puede ser abogado, médico o ingeniero y quién queda a mitad de camino con un título incompleto y una frustración más.

Cuestionar este sistema no implica desmerecer la universidad pública, que es una de las grandes conquistas nacionales. Implica, por el contrario, exigirle más: que no se contente con abrir las puertas, sino que garantice que quienes entran puedan quedarse. Que no mida su éxito en la cantidad de ingresantes, sino en la cantidad de egresados de todos los estratos sociales. Que entienda que no hay mérito posible cuando las condiciones de partida son tan desiguales.

El futuro de la educación superior en la Argentina no se decidirá en el debate sobre si debe ser gratuita o arancelada —esa discusión ya la hemos dado— sino en si logramos que un chico de un barrio pobre de Salta tenga las mismas posibilidades de recibirse que el hijo de un profesional en la capital. Esa es la verdadera deuda de la democracia con la igualdad. Hasta que no se salde, la universidad seguirá siendo gratuita, sí, pero también seguirá siendo, en buena medida, un privilegio de clase.

 

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