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Una victoria sin orden no es victoria

Martes, 11 de noviembre de 2025 02:08
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Javier Milei acaba de alcanzar un punto culminante en la historia política reciente: su victoria en las elecciones de octubre de 2025 marca la consolidación de un proyecto que se propuso demoler el orden tradicional y reemplazarlo por algo distinto, todavía indefinido.

El voto popular lo consagra, pero también lo encierra. Lo consagra porque confirma que su discurso encontró una traducción electoral poderosa. Lo encierra porque, a partir de ahora, la demanda de gobierno reemplaza a la promesa de cambio.

El problema es que toda victoria electoral contiene su propio germen de desgaste si no se traduce en poder ordenado. En la Argentina, donde las instituciones funcionan en medio de una tensión permanente entre la voluntad personalista y la fragmentación estructural del sistema político, los gobiernos no fracasan por falta de votos, sino por falta de rumbo y capacidad de ejecución. El mileísmo, que llegó para romper moldes, enfrenta hoy su prueba más compleja: ordenar la puja interna que atraviesa su propio núcleo de poder.

La disputa, latente pero visible, entre Karina Milei y Santiago Caputo no es un asunto menor ni un mero episodio de fricción personal. Es, en realidad, el síntoma de una disfunción más profunda: la ausencia de una arquitectura institucional sólida que permita coordinar decisiones, fijar prioridades y sostener una línea de gobierno coherente.

Como han mostrado los académicos Ernesto Stein y Mariano Tommasi, los gobiernos que no logran articular una estructura interna de cooperación y control terminan atrapados en ciclos de improvisación y cortoplacismo. El problema de fondo no es quién tiene razón, sino si el Estado tiene un centro de gravedad que gobierne. No es una misión de poca importancia cuando Karina Milei esta sospechada de corrupción y Santiago Caputo del manejo indebido del aparato de inteligencia y la coordinación de la relación con Washington. Por eso, si no hay orden en el rumbo, la persistente interna puede ser la razón de declive y fracaso.

En los primeros meses de su presidencia, Milei actuó con una convicción de liderazgo casi teológica. Pero gobernar no es predicar. Es articular intereses, distribuir autoridad, administrar información y sostener equilibrios.

Las democracias presidenciales, explica Octavio Amorim Neto, dependen de la capacidad del mandatario para construir un gabinete funcional, dotado de jerarquías claras y mecanismos de coordinación. Cuando esa coordinación se rompe, cuando los ministros responden a distintos polos de poder dentro del mismo gobierno, el resultado es una máquina que avanza con los frenos puestos. Milei, por temperamento y convicción, desconfía de las mediaciones. Pero la política no puede reducirse al impulso individual. El liderazgo personal, si no está sostenido por instituciones que organicen el conflicto, se vuelve autodestructivo.

Marcelo Leiras lo expresó con precisión al estudiar los sistemas políticos argentinos: los gobiernos que dependen exclusivamente del carisma presidencial tienden a desgastarse rápido, porque carecen de los mecanismos de deliberación y ajuste que dan resiliencia al poder. El mileísmo nació como una revolución liberal, pero terminó organizándose como una estructura cortesana. Karina Milei controla los resortes simbólicos, la relación con el Congreso, los nombramientos, la llave de la lealtad. Caputo, por su parte, representa la racionalidad instrumental, el ala pragmática, la que se pregunta cómo traducir en políticas públicas las consignas de campaña. Entre ambos hay una tensión inevitable: la hermana que cree que el poder se protege desde la pureza y el estratega que sabe que el poder se ejerce mediante la negociación.

Esa disputa no sería grave si existiera un marco institucional que delimitara competencias. Pero en el entorno presidencial, con un gabinete que cambia de nombres y un Congreso fragmentado, la falta de reglas internas se convierte en un riesgo sistémico. Como advierten Stein y Tommasi, las políticas públicas estables solo emergen cuando los actores políticos tienen incentivos para cooperar y mecanismos para hacer cumplir los acuerdos. En la Argentina de Milei, esos incentivos aún no existen: la recompensa se asocia al poder inmediato, no a la estabilidad futura.

La política argentina tiene experiencia en lo que ocurre cuando la interna se impone sobre el gobierno. Desde el segundo mandato de Menem hasta los conflictos internos del kirchnerismo, que continúan actualmente, la historia reciente muestra que la lucha por el control del Estado termina devorando al propio proyecto.

Lo que está en juego no es una cuestión de estilos, sino de coordinación institucional. Amorim Neto lo demostró con datos: los presidentes que no logran formar gabinetes cohesionados pierden capacidad de gobernar, enfrentan mayor rotación ministerial y sufren crisis más tempranas. El poder dividido dentro del Ejecutivo genera señales contradictorias hacia el Congreso y las provincias, debilita la negociación presupuestaria y erosiona la credibilidad externa. En la práctica, eso significa que los gobernadores, incluidos los del Norte argentino, perciben debilidad en la Casa Rosada y adoptan estrategias de espera.

Las provincias, que son el termómetro real de la política argentina, solo se alinean cuando ven claridad de mando. Si el gobierno nacional se percibe fragmentado, la cooperación se diluye. Es la lógica que Leiras describió como "federalismo de baja coordinación": un sistema donde las unidades subnacionales actúan con autonomía defensiva, condicionadas por la incertidumbre del centro.

Los mercados, los gobernadores y los votantes pueden tolerar decisiones impopulares si perciben un rumbo claro. Lo que no toleran es la incoherencia. Una reforma fiscal o laboral puede ser resistida, pero si se enmarca en una estrategia reconocible, genera credibilidad. En cambio, un gobierno que oscila entre líneas internas opuestas pierde su capital político antes de usarlo. Stein y Tommasi subrayan que las democracias latinoamericanas sufren una "trampa de baja cooperación intertemporal": los actores no confían en que los acuerdos actuales se respetarán mañana, por lo que prefieren políticas de corto plazo. Cuando la interna presidencial impide comprometerse con una agenda consistente, esa trampa se profundiza. El Estado se vuelve un campo de maniobras de corto alcance, donde cada actor busca maximizar su propio beneficio antes de que cambien las reglas. En ese contexto, el proyecto de Milei corre un riesgo mayor que el de la oposición externa: el riesgo del vacío de gobierno. La victoria electoral puede convertirse en un recuerdo glorioso pero inútil si no se transforma en estructura de poder eficiente. La historia política argentina está llena de gobiernos que ganaron con mayoría social y terminaron desbordados por su propio laberinto interno.

Ordenar ese ruido no significa eliminar el conflicto. Significa institucionalizarlo, darle reglas, convertirlo en motor de decisiones. Algo que no pudo Alberto Fernández y termino con su presidencia intervenida. Los gobiernos que logran estabilidad no son los que no tienen disputas, sino los que las procesan dentro de cauces previsibles. Lo demuestran los casos de Chile y Uruguay, donde la política ha desarrollado mecanismos estables de coordinación interpartidaria y burocrática. En la Argentina, donde los pactos rara vez trascienden el ciclo electoral, ese aprendizaje sigue pendiente. El desafío de Milei es, por tanto, doble: ordenar su entorno y gobernar el país. Y el orden interno precede al resto. Porque sin un centro de decisión unificado, ninguna política, ni la reforma del Estado, ni la dolarización, ni la apertura económica, puede sostenerse en el tiempo. Desde una mirada salteña, el problema no es abstracto. Las provincias dependen de señales claras del gobierno nacional para definir sus propios equilibrios. Si en Buenos Aires el poder está dividido, en las provincias reina la confusión. Salta necesita previsibilidad fiscal, políticas de infraestructura coherentes y un esquema de transferencias estable. Ninguna de esas condiciones se garantiza en un gobierno fragmentado. Como advertía Leiras, la gobernabilidad federal se construye desde la confianza en el centro. Si el centro titubea, el federalismo se vuelve un archipiélago de intereses dispersos.

 

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