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Cada época tiene sus miedos y sus promesas. Y casi siempre, ambos vienen envueltos en el mismo paquete. El progreso suele presentarse como solución, aunque muchas veces es también el nombre elegante de nuevas formas de control. No hablamos aquí de conspiraciones ni de profecías apocalípticas, sino de tendencias visibles, debates abiertos y dilemas éticos que ya están sobre la mesa.
Durante el siglo XIX, Julio Verne imaginó avances tecnológicos que parecían delirios y hoy son obviedades. En el siglo XX, George Orwell no predijo el futuro, pero sí describió con precisión inquietante una lógica de poder: la vigilancia permanente, el control del comportamiento y la naturalización de la obediencia. El "Gran Hermano" no fue una profecía literal, sino una advertencia política.
Hoy, en pleno siglo XXI, esa advertencia vuelve bajo nuevas formas. Ya no se trata sólo de cámaras, pantallas o redes sociales. El debate comienza a desplazarse hacia un territorio más íntimo: el cuerpo humano como soporte de datos.
La idea de integrar información biométrica, sanitaria, financiera e identitaria en sistemas unificados no es ciencia ficción. Existen desarrollos tecnológicos, proyectos piloto y discusiones legislativas en distintas partes del mundo que giran en torno a la digitalización total de la identidad. El argumento es siempre razonable: agilizar trámites, mejorar la seguridad, optimizar la atención médica, reducir costos, aumentar la eficiencia.
La pregunta inquietante aparece cuando esa eficiencia convierte al cuerpo en contraseña, cuando la identidad deja de ser un derecho y pasa a ser un dato, cuando el acceso a servicios básicos comienza a depender de sistemas automatizados que deciden en tiempo real quién puede y quién no.
No se trata de afirmar que esto ya ocurre de manera generalizada, sino de advertir sobre una lógica que avanza: la reducción del ser humano a un conjunto de variables administrables. Historial clínico, capacidad de pago, antecedentes legales, consumo, movilidad. Todo integrado. Todo medible. Todo potencialmente excluyente.
La biopolítica - ese concepto que Michel Foucault formuló hace décadas - vuelve a cobrar actualidad: el poder no sólo gobierna territorios, gobierna cuerpos. Y cuando los cuerpos se transforman en interfaces, el margen de decisión personal se vuelve cada vez más estrecho.
Los defensores de estos sistemas sostienen que mejorarán la salud pública y la seguridad. Los críticos advierten sobre los riesgos de concentración de información, la pérdida de privacidad, la discriminación algorítmica y la creación de ciudadanos de primera y de descarte. No es una discusión religiosa ni mística. Es política, ética y profundamente humana.
La historia ofrece ejemplos suficientes de cómo las crisis suelen acelerar mecanismos de control que luego permanecen.
El Apocalipsis bíblico hablaba de una "marca" sin la cual no se podía comprar ni vender y la pasada pandemia ha sido un ejemplo. No como descripción tecnológica, sino como símbolo extremo del poder absoluto sobre la vida cotidiana. Dos mil años después, la imagen vuelve a inquietar, no por literal, sino por su potencia simbólica.
No estamos frente al fin de los tiempos, pero sí ante una mutación profunda del vínculo entre individuo y Estado, entre persona y sistema, entre libertad y administración. El riesgo no es el chip, el dispositivo o la tecnología en sí. El riesgo es naturalizar que la dignidad humana pueda ser evaluada, habilitada o restringida por un sistema que no siente, no duda y no se equivoca… hasta que lo hace.
La pregunta que deberíamos hacernos no es si la tecnología avanzará - eso es inevitable -, sino quién decide, con qué límites y con qué controles democráticos. Porque cuando el cuerpo se vuelve contraseña, la libertad deja de ser un principio abstracto y pasa a ser un permiso revocable.
Y la historia enseña que los permisos, una vez entregados, rara vez se devuelven.