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30 de Diciembre,  Salta, Centro, Argentina
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Ética social del Derecho

Martes, 30 de diciembre de 2025 01:24
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Hubo un tiempo tenebroso para el país y para Salta cuando se confinaba a los detenidos en celdas de castigo, en completo aislamiento, abandonados a su suerte, propiamente. Pero un día, la provincia decidió deshacerse de ese oprobioso espacio desactivando las que se encontraban en el edificio que hoy ocupa la Jefatura de Policía. Una placa elocuente lo recuerda en la vereda: allí donde hubo encierro y castigo, se decidió poner un límite.

Años después llegó la demolición de la celda de castigo del penal de Villa Las Rosas —la última que permanecía en pie— y con ella, el cierre simbólico de una herida abierta en la sociedad. La historia, que a veces elige con precisión quirúrgica, me colocó allí para dar el primer golpe cuando coordinaba el instituto conmutativo de la pena y colaboré con los estamentos del Estado para hacer efectivo el derribo del "chancho".

Mientras caían los muros, también caían años de crueldad, de tortura y de muerte. Caía una Patria herida que había sangrado en silencio entre esas paredes, porque aquellos no eran simples ladrillos: eran los muros de la indignidad. Yo estuve allí, de pie frente a la demolición, como sigo estando hoy, con la misma firmeza y la misma certeza: hay límites que una sociedad no puede ni debe volver a cruzar.

No fue un hecho menor ni meramente administrativo. Fue un hito histórico. Porque cuando una sociedad decide qué derribar, también decide qué prácticas no está dispuesta a tolerar más.

Reducir ese acontecimiento a una agenda exclusiva de los derechos humanos sería empobrecer su sentido. Lo ocurrido interpela algo más profundo: el compromiso ético de toda la comunidad. No de un área del Estado. No de un cargo. No de un escritorio. Sino de todos.

Porque los derechos humanos no existen como consigna ni como declaración solemne. Existen —o fracasan— en el territorio, en la experiencia concreta de las personas. Ya lo sabían los griegos cuando hablaban de la virtud como hábito en la Polis; lo reafirmó Kant al pensar la dignidad como un fin en sí mismo y una responsabilidad moral; y lo advirtió Hannah Arendt al recordar que los derechos sólo viven cuando pueden ejercerse en un espacio común.

Por eso conviene decirlo con claridad: no hay defensa de derechos humanos sin acción, y no hay acción que pueda delegarse por completo en el Estado. Los organigramas determinan cargos y ordenan funciones; pero la ética, en cambio, ordena conciencias. Y esa no reconoce jerarquías administrativas.

Defender derechos es escribir, decir, trabajar, militar, señalar, acompañar, denunciar cuando hace falta.

En estos días se ha convocado a trabajar unidos por los derechos de los salteños. El llamado es atendible. Pero incompleto si no se asume algo esencial: la defensa del derecho no es patrimonio del poder, sino una obligación ética de la ciudadanía. No actuar, no involucrarse, no tomar posición, también es una forma de complicidad.

A diario aparecen historias que lo confirman: personas que no saben a quién recurrir cuando un derecho básico es vulnerado; familias atravesadas por situaciones graves; vecinos que piden ayuda por otros. Frente a eso, no alcanza con la sensibilidad declamada. Hace falta decisión, presencia, compromiso.

La ética —aunque algunos prefieran desligarla de la acción— sí tiene responsabilidad. Y es quizá la más exigente de todas, porque no se puede tercerizar. Derribar una celda de castigo fue un gesto civilizatorio, pero sostener su sentido en el tiempo es una tarea colectiva.

Una provincia más justa no se construye sólo desde el poder. Se construye cuando una sociedad entiende que los derechos del otro también la comprometen. Y que la democracia no se defiende sólo votando, sino haciéndose cargo, cada uno desde su lugar, ya sea funcionario o simplemente un ciudadano, construyendo una cultura del Derecho

 

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