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La paz del mundo y la justicia en la humanidad

Martes, 22 de abril de 2025 02:19
El Papa con la Fuerza de Mantenimiento de la Paz de las Naciones Unidas.
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En tiempos de realismo descarnado y poder duro, se nos fue un actor inesperado del tablero internacional. El Papa Francisco —el primer pontífice latinoamericano, el que eligió llamarse como el santo de Asís— dejó este mundo tras doce años de un pontificado que fue tanto evangelio como geopolítica. Su rol en la diplomacia internacional, lejos de los grandes salones del poder y las declaraciones estudiadas, fue el de un pastor que hablaba con la verdad cruda, sin filtrar, y que por eso mismo incomodó a tiranos y tecnócratas por igual. Incomodo a presidentes, reyes y magnates, sin olvidar que su modus politicus fue la venia de los marginales, los que están afuera del sistema que los poderosos diseñaron y manejan.

Francisco no fue un diplomático profesional. No hablaba el lenguaje amortiguado del consenso internacional. Pero precisamente en eso radicaba su potencia. Había en él una voluntad de irrupción moral, casi escandalosa, en un escenario acostumbrado a medir las palabras como si fuesen monedas. Era un pastor antes que un estratega, pero uno que fue escuchado en las cumbres más frías del poder mundial. A diferencia de sus predecesores, Jorge Mario Bergoglio no buscó blindar al Vaticano como una fortaleza doctrinal, sino abrirlo a los dolores del mundo. La elección de las periferias como centro de su mirada no fue retórica: fue política. Visitó Bangui en plena guerra civil, Irak tras la derrota del Daesh, y abogó desde Lampedusa por los migrantes que huyen del hambre y la violencia. Habló de "globalización de la indiferencia" y de "desarmar las palabras" para desarmar las mentes. En su última Pascua pidió por los pueblos rotos: Gaza, Sudán, Ucrania, Yemen, Congo.

Su mirada era la de los que no tienen voz en el Consejo de Seguridad ni votos en Davos.

Fue el único jefe de Estado que llamó "injusta" toda guerra, incluso las que los poderosos llaman "necesarias". Se enfrentó al discurso de la "guerra justa" consagrado desde San Agustín, y en su lugar ofreció la radicalidad de la paz sin condiciones. Desde su cama de hospital, durante su última internación, llamó cada noche al párroco de la única Iglesia Católica en Gaza, la Sagrada Familia, para preguntarle sobre su día. También lo llamo anoche, a vísperas de su muerte.

En América Latina, donde algunos esperaban de él una posición más combativa o populista, Francisco eligió la sobriedad. No volvió al país para no ser instrumentalizado por el tribalismo político local, que hoy le llora cuando pudo haberlo homenajeado desde el consenso, el dialogo y el servicio a los que necesitan de un Estado presente.

"Su muerte deja un vacío más político que espiritual, en un mundo con liderazgos replegados en sus fronteras."

No creo que Jorge Bergoglio haya olvidado quien lo describió como "el maligno en la tierra". Sin embargo, fue clave en mediaciones como el deshielo entre Cuba y Estados Unidos, y mantuvo una línea de crítica firme hacia los autoritarismos de izquierda y derecha: de Nicaragua a Venezuela. Su diplomacia no fue perfecta.

En Ucrania, su reticencia inicial a condenar explícitamente a Rusia le costó críticas severas, incluso dentro de la Iglesia greco-católica. El llamado a "izar la bandera blanca" fue percibido como una concesión al agresor.

Pero Francisco no defendía a Moscú: defendía una idea de paz que se le escapa a las potencias armadas. Más que equidistancia, había en él un clamor desesperado por detener el sufrimiento humano. Quizá su mayor audacia fue la de confrontar los dogmas del sistema internacional.

Cuestionó la lógica nuclear —no solo su uso, sino su mera posesión—, denunció la venta de armas como causa estructural de las guerras, y pidió a los líderes mundiales abandonar el extractivismo suicida. En Laudato si', su encíclica ecológica, firmó un manifiesto contra el neoliberalismo sin nombrarlo. Fue el único líder global que hablaba de decrecimiento cuando todos pedían más consumo. Para algunos, fue un papa ingenuo. Para otros, uno incómodo. Sus gestos, sus silencios y sus palabras descolocaron a los operadores de la diplomacia tradicional. Pero fue justamente esa imprevisibilidad la que lo volvió relevante. Cuando se atrevió a hablar de "un genocidio en evaluación" en Gaza, o cuando envió ayuda directa a los niños ucranianos deportados, rompió el molde del poder simbólico para actuar en lo real.

"La voz de los pobres, cuando se articula con coraje, puede ser más disruptiva que un ejército."

Su muerte deja un vacío más político que espiritual. En un mundo sin brújula, donde los organismos internacionales han perdido credibilidad y los liderazgos se recluyen en sus fronteras, el Vaticano de Francisco había logrado ser un actor con autoridad moral sin pedir permiso ni favores. Francisco no fue un pontífice de la Curia Romana. Prefirió la calle, el hospital, la frontera. Su diplomacia fue la del testigo que no negocia el sufrimiento. En un siglo donde lo estratégico parece devorar lo ético, su paso por la escena internacional nos recordó que la voz de los pobres, cuando se articula con coraje, puede ser más disruptiva que un ejército. No fue perfecto, pero fue necesario. Y en esta era de cinismo, eso no es poco.

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