¿Quieres recibir notificaciones de alertas?

Su sesión ha expirado

Iniciar sesión
20°
11 de Septiembre,  Salta, Centro, Argentina
PUBLICIDAD

Apatía y hastío del hombre del siglo XXI

Vivimos una era en que la ciencia nos va dejando sin certezas hasta sobre nuestra existencia misma, mientras que la tecnología crece a un ritmo tal que no sabemos hasta cuándo la controlaremos ni hacia dónde nos conduce. 
Domingo, 25 de mayo de 2025 02:17
Alcanzaste el límite de notas gratuitas
inicia sesión o regístrate.
Alcanzaste el límite de notas gratuitas
Nota exclusiva debe suscribirse para poder verla

Qué sereno debe haber sido vivir cuando la cumbre del conocimiento consistía en saber que el mundo se había creado el 23 de octubre del año 4004 a.C. a las 9 de la mañana; y que 10.000 ángeles bailaban sobre la cabeza de un alfiler. Sólo bastaba con creer que la Biblia es la palabra revelada de Dios para que el universo tuviera sentido.

Pero, cuando Galileo y Kepler apuntaron sus telescopios al cielo, no encontraron ángeles dirigiendo a los astros ni encantamientos; sólo patrones geométricos. Dios, al parecer, más que un filósofo moral era un matemático genial. Desde este momento, la Tierra se convirtió en una piedra errante en una galaxia perdida en un rincón oculto del universo; y no es tan fácil asegurar que Dios siquiera conozca nuestra existencia.

El mundo riguroso, estricto y ordenado de la Edad Media se desmoronó. Se cayeron los relatos; se perdió la magia. Y nos quedó el desamparo y la necesidad de aferrarnos a algo. A lo que sea.

Los fotones no envejecen

En el siglo XIX, los físicos construyeron una imagen de la naturaleza en la cual la materia estaba formada por partículas finitas y las fuerzas eran transmitidas por campos; todo bajo la inexorable égida de la mecánica clásica. Pero, los datos experimentales obligaron a romper esta creencia.

Para explicar la radiación emitida por objetos calientes, Planck sugirió que ésta era emitida en paquetes discretos de energía. Einstein planteó que la luz estaba formada por "cuantos corpusculares" y, redoblando la apuesta, enunció dos preceptos fundacionales: la relatividad y la constancia de la velocidad de la luz; mandatos de los cuales derivó todas sus ecuaciones, incluida la famosa E = mc2.

Einstein "descubrió" que, para objetos que se acercan a la velocidad de la luz, el tiempo se dilata, el espacio se encoge y la masa crece. Que cuando nos movemos por el espacio lo hacemos a costa del tiempo. Como dijo con extraordinaria sencillez John Wheeler: "la materia dice al espacio-tiempo cómo debe curvarse; y el espacio-tiempo dice a la materia cómo debe moverse". A la velocidad de la luz el tiempo se detiene; los fotones no envejecen.

La estabilidad de los átomos y la observación de la luz emitida por ciertos gases llevó a Bohr a postular que los electrones sólo se podían mover en ciertas órbitas permitidas; con saltos ocasionales entre ellas. Heisenberg, Bohr y Jordan desarrollaron esta idea hasta convertirla en una teoría completa: la mecánica matricial. Desde otro lado, De Broglie señaló que si consideramos las partículas materiales -como los electrones- como si fueran ondas, se pueden derivar las órbitas cuantificadas de Bohr; en lugar de postularlas. Schrödinger transformó esta sugerencia en una teoría cuántica y, al final, se demostró que la mecánica ondulatoria de Schrödinger y la mecánica matricial de Heisenberg eran equivalentes y que representaban lo mismo. El precio fue introducir el concepto de "probabilidad" en la ciencia; precio nada desdeñable.

Rompiéndolo todo

Según la teoría cuántica, la vida es tan extraña que no sólo resulta difícil de entender, sino que a cierto nivel parece que fuera imposible comprenderla. La mecánica cuántica presenta situaciones opuestas -estados que se excluyen el uno al otro-, para luego insistir en que ambos estados coexisten. A pesar de la aparente imposibilidad de la tesis; esta teoría hace predicciones en extremo precisas; habiéndose convertido en la teoría más probada de manera experimental en la historia de la ciencia.

La teoría cuántica dice que estamos y que no estamos aquí. Que estamos hechos de partículas y de ondas. De ninguna de las dos cosas y de ambas. Que la naturaleza es dual; las ondas son partículas y las partículas son ondas y que la forma que tomen parece depender del punto de vista del observador.

Bohr sugiere que lo que es real no sólo depende de lo que medimos, sino también de cómo lo medimos. El gran misterio sin solución de la mecánica cuántica gira en torno al rol del observador. La interpretación de la mecánica cuántica es dramática. El electrón no tiene una localización ni una velocidad precisas hasta que, como observadores, lo medimos. Este fenómeno, conocido como colapso de la función de onda, ha metido en una trampa a físicos y a filósofos desde su enunciación.

El verdadero alcance de esta conclusión es algo sobrecogedor: existe una interferencia entre lo observado y el observador. Somos parte del sistema y existe un límite a la distancia que podemos poner entre nosotros y nuestro objeto de investigación. Las preguntas que formulamos determinan la respuesta. La realidad parece depender del observador y de cómo decida aproximarse a esa realidad a observar y medir. Heisenberg encontró una fórmula matemática que relaciona la precisión con la que podemos

medir, de manera simultánea, la posición y la velocidad de una partícula. La fórmula postula que la certidumbre de la localización y la velocidad son inversamente proporcionales, de modo que, sí medimos la posición de una partícula con precisión, su velocidad permanecerá indeterminada; y viceversa. Este "principio de incertidumbre" se refiere también a la energía y el tiempo de un acontecimiento. Sí, por ejemplo, se mide con mucha precisión la energía de una partícula, entonces el tiempo que llevó realizar la medición será largo. La implicación más importante es que una partícula no tiene una energía exacta en un momento exacto.

Esto tiene consecuencias demoledoras para algunos dogmas "sagrados" de la física clásica. La conservación de la energía es una de esas "vacas sagradas": la energía no desaparece ni surge de la nada. Sin embargo, el principio de incertidumbre permite violarla -con consecuencias mayúsculas-, si el tiempo de medición es infinitesimal. Las partículas y sus antipartículas pueden surgir y volver a dejar de existir sin violar las leyes cuánticas. Algo parece surgir de la nada, pero sólo durante un periodo de tiempo inapreciable. A escala macroscópica la energía se conserva pero, a escala microscópica el mundo está inundado de una continua actividad de creación y aniquilación de "particular virtuales". El espacio vacío no está vacío. La realidad última de las cosas propuesta por la física cuántica desafía a todos los conceptos de sentido común e intuición y, en el fondo, no suenan tan distinto a creer que 10.000 ángeles bailan sobre la cabeza de un alfiler.

Hay que reconocer el mérito de los físicos de inicios del siglo XX quienes, dispuestos a enfrentarse a las exigencias de los datos experimentales, no dudaron en romperlo todo y dar vuelta la sólida e intuitiva visión newtoniana del mundo. Sin embargo, fallaron en lidiar con las consecuencias de todo lo que rompieron. La física cuántica nos hizo entrar de lleno en un atolladero metafísico del cual todavía no logramos salir. Hizo que la naturaleza fuera inaprensible; y la realidad, inasible.

Y generó un nuevo mundo. Uno en el que la idea de progreso humano, tal y como fuera planteada por Bacon, ha sido reemplazada por la de progreso tecnológico. El objetivo ha dejado de ser el de reducir la ignorancia, la superstición, la pobreza y el sufrimiento; e instaló la necesidad de adaptarnos -nosotros- a los imperativos de la técnica.

Cultura autodestructiva

Seguimos diciéndonos a nosotros mismos que esta adaptación nos llevará a una vida mejor, pero esto no es más que los despojos de retórica de una tecnocracia en descomposición. La nuestra es una cultura que se devora a sí misma a través de la tecnología, y la mayor parte de nosotros ni siquiera se pregunta cómo se podría controlar este proceso. Seguimos adelante bajo el supuesto de que la información y la tecnología son nuestras aliadas, dando por hecho que la falta de ellas podría generar sufrimiento y dolor, lo que, sólo es cierto en parte. Y tampoco estoy tan seguro de ello.

En un mundo sin orden espiritual ni intelectual; nada es predecible y, al mismo tiempo, nada es imposible; ni inverosímil. El exceso de información nos aliena. Nos roe y nos carcome por dentro. Nos aleja unos de los otros; nos desconecta. El exceso de tecnología nos deshumaniza. Hasta ahora, no habíamos llegado a conocer ni este nivel de alienación; ni este nivel de hastío. O de soledad profunda. Menos, de apatía. Quizás ahora comencemos a ahogarnos en todas estas emociones oscuras.

Los dinosaurios reinaron sobre la Tierra durante doscientos cincuenta millones de años. Nosotros -con nuestro pulgar que rota y que se opone a los otros dedos- no llevamos más que unas cuantas decenas de miles de años y, con un poco de fuego, hemos casi arrasado el planeta. Es posible que no constituyamos un éxito evolutivo como especie si medimos el éxito según nuestras posibilidades de supervivencia. Máxime cuando somos los únicos responsables de que nuestra extinción pueda llegar mañana. Podríamos envenenarnos a nosotros mismos o hacer estallar la Tierra. Somos capaces de causar nuestro propio genocidio.

Hace 168 años, Charles Dickens escribió: "Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos. Era la era de la sabiduría, era la era de la necedad. Era la época de la fe, era la época de la incredulidad. Era la estación de la luz, era la estación de las tinieblas. Era la primavera de la esperanza, era el invierno de la desesperación". Hermoso. Profético.

PUBLICIDAD
PUBLICIDAD