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En un país donde la excepcionalidad se ha vuelto norma, los procedimientos institucionales, ese andamiaje silencioso que le da previsibilidad a la vida democrática, están sufriendo un deterioro acelerado. A dos años de gobierno, Javier Milei ha vetado seis leyes sancionadas por el Congreso Nacional, tres de ellas en una misma semana: la de emergencia en discapacidad, la restitución de la moratoria previsional y la mejora en el haber jubilatorio.
En 2024 había vetado otras tres: el financiamiento universitario, la asistencia a Bahía Blanca tras un temporal y una ley de movilidad jubilatoria. Lo que llama la atención no es solo la cantidad, más vetos por año que cualquier otro presidente desde el retorno democrático, sino la naturaleza regresiva y sistemática de las normas impugnadas. Todas las leyes vetadas respondían a demandas sociales, fueron aprobadas con amplio consenso parlamentario y dirigían recursos a los sectores más vulnerables del entramado social. Cuando el ajuste traspasa el Excel, se vive a carne viva, y eso predispone de corrección, al menos por el bien del que menos tiene. Por eso la pregunta que se impone no es jurídica ni técnica, sino institucional: ¿puede sostenerse el equilibrio republicano cuando un Poder Ejecutivo convierte el veto en política pública permanente? ¿Qué tipo de ciudadanía se gesta cuando los mecanismos representativos se tornan inocuos frente a una voluntad presidencial refractaria al consenso? La democracia, decía O'Donnell, no es solo elecciones libres, sino también una red de garantías efectivas que limitan el poder. Cuando el veto se convierte en sustituto del diálogo, esa red comienza a deshilacharse.
El alcance de los vetos
Mientras que los vetos de gobiernos anteriores se distribuían entre leyes técnicas, administrativas o con conflictos sectoriales, en este caso se trata de normas que alcanzaban a millones de ciudadanos: jubilados, personas con discapacidad, estudiantes universitarios, poblaciones afectadas por catástrofes naturales.
La dimensión estructural de estos grupos hace que los vetos no sean eventos aislados, sino piezas de un patrón deliberado de retiro estatal frente a derechos reconocidos. Nada menos que el anarcocapitalismo. El veto a la ley de aumento jubilatorio resulta paradigmático. Según el proyecto aprobado por el Congreso, los haberes mínimos debían aumentar un 7,2% adicional y el bono pasar de $70.000 a $110.000, actualizándose por inflación. De haberse aplicado la norma, quienes cobraron $379.355 en julio hubieran percibido $441.600, es decir, un 16,4% más. La decisión de vetar esta ley implica que más de 5,6 millones de jubilados y pensionados, el 72% del total, seguirán percibiendo ingresos por debajo de la línea de pobreza, actualmente ubicada en $322.000 según el INDEC. Además, el Gobierno ya había vetado una ley anterior de movilidad que proponía actualizar los haberes no solo por inflación sino también por salarios (RIPTE), para evitar que la inflación baja con salarios planchados no licúe poder adquisitivo. Si se mide en términos reales, entre enero de 2024 y julio de 2025, la jubilación mínima perdió un 27,3% frente a la inflación acumulada del 221%, mientras que el bono, al no ser considerado parte del haber, opera como mecanismo informal y discrecional. No se trata de tecnicismos presupuestarios, sino de decisiones que reconfiguran la ciudadanía social y fragmentan la expectativa de derechos.
El veto a la extensión de la moratoria previsional, que había vencido en marzo, deja sin acceso a una jubilación a más de 220.000 personas que, habiendo alcanzado la edad requerida, no lograron completar los 30 años de aportes. El veto a la ley de emergencia en discapacidad proponía actualizar aranceles, garantizar el cumplimiento del cupo laboral y reforzar los pagos a prestadores.
La Agencia Nacional de Discapacidad (ANDIS) rechazó la norma por "asistencialista", pero el 82% de las organizaciones civiles vinculadas al sector exigieron su aprobación para frenar el vaciamiento de servicios. El riesgo democrático aquí es doble: el Ejecutivo desatiende no solo el mandato parlamentario sino también el clamor de la sociedad civil organizada. En octubre de 2024, Milei vetó una ley que declaraba la emergencia presupuestaria universitaria y actualizaba los gastos de funcionamiento según la inflación del 211,4% acumulada en ese año. El sistema universitario argentino está compuesto por 57 universidades nacionales, 2 millones de estudiantes y más de 300.000 docentes. El mismo entramado, junto con el Conicet, que hoy, con el impactante video sobre biología marina en el mar argentino, supera ampliamente a los streamings partidarios del ajuste a la inversión en ciencia y tecnología.
El veto presidencial es una herramienta prevista en el artículo 83 de la Constitución Nacional, que permite al Ejecutivo devolver al Congreso una ley con observaciones. Sin embargo, su uso sistemático como filtro ideológico de toda política distributiva lo convierte en un mecanismo de gobierno y no de excepción. Como bien señala la literatura constitucional comparada, el uso recurrente del veto para bloquear normas que garantizan derechos transforma el diseño institucional en una competencia asimétrica entre poderes. El Congreso legisla, pero el Ejecutivo define qué leyes sobreviven. En este contexto, el veto actúa como un poder constituyente negativo, que reescribe la política pública sin necesidad de reformar la ley, simplemente negándola. Este patrón se vuelve aún más preocupante cuando se combina con otras tácticas: la delegación de facultades vía decretos de necesidad y urgencia (DNU), la subejecución presupuestaria sistemática, la paralización de organismos clave y el vaciamiento de instituciones intermedias.
Los vetos se justifican, en todos los casos, en nombre del equilibrio fiscal. La reciente revisión del FMI del programa de Facilidades Extendidas con Argentina (julio 2025) destaca como positivo que el Gobierno haya bloqueado iniciativas de gasto que representaban "1,5% del PBI" y ratifica que "el ancla fiscal es la piedra angular del programa". Pero ese 1,5% equivale a: 0,65% del PBI en mejora jubilatoria (más de 5 millones de beneficiarios); 0,5% en moratoria previsional (220.000 personas); 0,2% en financiamiento universitario (2 millones de estudiantes); 0,15% en emergencia en discapacidad (casi 4 millones de personas afectadas directa o indirectamente). Es decir, el ajuste se focaliza en el 50% más pobre de la población.
La pregunta entonces es si una democracia puede sostener una consolidación fiscal sin consolidación social. Como señala el propio informe del FMI, "el riesgo electoral y la erosión del consenso social son desafíos clave hacia las elecciones de medio término". El veto puede lograr superávit, pero no legitimidad. Es llamativo, porque la baja de retenciones al sector agricultor y los continuos beneficios fiscales a grandes empresas no son parte del análisis de este gobierno cuando quiere superávit.
Experimento inédito
La democracia argentina atraviesa un experimento inédito: un gobierno elegido democráticamente que despliega herramientas constitucionales para desmantelar el Estado social sin modificar el texto de la Constitución. El riesgo no es solo social, sino institucional. Cuando el veto se convierte en método de gobierno, no estamos ante un presidente austero, sino ante un Poder Ejecutivo hipertrófico que redefine la arquitectura del Estado por omisión. En este contexto, la tarea no es restaurar un modelo pasado, sino reconstruir un equilibrio institucional donde la austeridad no se confunda con desamparo y el orden macroeconómico no excluya al rol del Estado. Porque una democracia sin derechos es apenas una técnica de dominación con elecciones. Y eso, en Argentina, ya lo hemos vivido.