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“La convivencia democrática es más que votar cada tanto; es un ejercicio diario de respeto y empatía”

La historia demuestra que la violencia no sirve para erradicar al otro ni para lograr transformaciones duraderas. Al contrario, profundiza las heridas y posterga soluciones reales. El problema no es solo moral, sino también práctico.
Sabado, 13 de septiembre de 2025 09:09

En pleno siglo XXI, cuando la humanidad creía que la sociedad había avanzado al mismo ritmo que la tecnología y la ciencia, ciertos hechos de violencia institucional y generalizada nos devuelven una imagen incómoda, la de un mundo que sigue resolviendo conflictos con las mismas armas de siempre. Las pantallas nos deslumbrán con innovación, pero en la calle, en las plazas y en los gobiernos, la violencia parece seguir siendo la protagonista.

Durante buena parte del siglo XX muchos pensaron que habíamos dejado atrás la “barbarie”. El final de la II Guerra Mundial en 1945 y, más de cuatro décadas después, la caída del Muro de Berlín en 1989, fueron leídos como hitos del progreso humano. Las democracias se multiplicaban, la globalización prometía acercar culturas y la ciencia proyectaba un futuro casi utópico.

Sin embargo, el nuevo milenio se abrió con atentados masivos, guerras preventivas y autoritarismos de nuevo cuño. Y hoy, a pesar del discurso del desarrollo, los titulares se llenan de magnicidios, atentados políticos y rebeliones violentas.

En julio de 2022 el mundo quedó conmocionado por el asesinato de Shinzo Abe, el ex primer ministro japonés que más tiempo había ocupado el cargo. Abe fue baleado en plena calle en la ciudad de Nara, mientras hacía campaña electoral para un colega. El acusado, Tetsuya Yamagami, dijo actuar movido por el resentimiento contra un grupo religioso al que vinculaba con el político. La imagen de Japón -país con uno de los índices de criminalidad más bajos del mundo- estremecida por un atentado político volvió a sembrar dudas sobre la solidez de nuestras democracias.

Algo similar ocurrió en Colombia, cuando a mediados de agosto de este año murió Miguel Uribe Turbay, un joven senador y precandidato presidencial, tras dos meses internado por las heridas sufridas en un ataque a balazos durante un acto en Bogotá. Su agresor era un menor de 15 años. La noticia sacudió no solo por la pérdida de una figura política, sino también porque reveló hasta qué punto la violencia atraviesa a las nuevas generaciones, que en teoría nacieron en tiempos de “posconflicto”.

Estados Unidos tampoco estuvo exento. En julio de 2024, el entonces candidato republicano Donald Trump fue herido en un mitin en Pensilvania. Las imágenes del expresidente con sangre en la oreja derecha y del servicio secreto evacuándolo recorrieron el planeta en segundos. El atacante, Thomas Crooks, de apenas 20 años, fue abatido por francotiradores. Un país que se autodefine como “la democracia más antigua del mundo” volvió a mostrar grietas en su convivencia.

En Argentina, el intento de asesinato a Cristina Fernández de Kirchner el 1 de septiembre de 2022 marcó un antes y un después. Fernando André Sabag Montiel gatilló dos veces a centímetros de la entonces vicepresidenta. La pistola estaba cargada con munición real. El atacante y su círculo tenían vínculos con un grupo ultraderechista. Las imágenes del arma sobrevolaron las redes y la sensación de fragilidad institucional quedó instalada.

El mapa se completa con episodios de inusitada crudeza. Hace pocos días, Nepal se vio sacudido por una revuelta liderada por la Generación Z. La renuncia del primer ministro, el incendio del Congreso, el linchamiento del ministro de Economía y la muerte de la primera dama tras el ataque a su casa reflejan un estallido social extremo, alimentado por denuncias de corrupción y nepotismo. A miles de kilómetros de allí, en México, la violencia volvió a tocar la política. Esta vez en Veracruz, atacaron con drones la casa de un alcalde electo y asesinaron a un excandidato de Morena. El alcalde panista de Coxquihui, Lauro Becerra, fue blanco de un ataque armado en su vivienda, mientras que el morenista Ramón Valencia fue hallado sin vida. Videos en redes mostraron a vecinos y niños de una escuela primaria corriendo para ponerse a salvo.

En las últimas horas, Charlie Kirk, un influencer de la ultraderecha cercano a Trump fue asesinado a tiros mientras daba un discurso en una universidad de Utah, Estados Unidos. El joven, de 31 años, era una de las voces más influyentes del movimiento estudiantil conservador.

Cada uno de estos episodios tiene sus propias causas y contextos, pero todos comparten un denominador común, la naturalización del uso de la violencia como método para imponer ideas, desalojar adversarios o expresar frustraciones. No importa si se trata de un adolescente con una pistola en Bogotá, de drones sobrevolando Veracruz o de multitudes incendiando edificios en Katmandú, lo cierto es que la humanidad sigue repitiendo el mismo libreto.

El momento de cambiar la mirada

El problema no es solo moral, sino también práctico. La historia demuestra que la violencia no sirve para erradicar al otro ni para lograr transformaciones duraderas. Al contrario, profundiza las heridas y posterga soluciones reales. Los magnicidios y atentados no acaban con las ideas de quienes los sufren; muchas veces las fortalecen. Y las rebeliones sin proyecto terminan generando nuevos autoritarismos o viejas desigualdades.

Quizás haya llegado el momento de cambiar la mirada. Tal vez el verdadero desarrollo no consista en tener la última app, el auto eléctrico más veloz o un telescopio que ve el origen del universo, sino en evolucionar desde adentro, en aprender a aceptar al otro como parte constitutiva del mismo mundo. La convivencia democrática es más que votar cada tanto; es un ejercicio diario de respeto y empatía.

Esto no significa ingenuidad ni negar conflictos. Significa reconocer que los problemas complejos necesitan soluciones políticas, sociales y culturales, no balas ni explosivos. Significa también que las democracias deben mejorar su calidad institucional, su justicia, su transparencia y su educación cívica, para que la ciudadanía ni los gobernantes sientan que la violencia es la única salida.

En el fondo, se trata de un espejo. Así como el progreso científico nos permite ver más lejos, el progreso humano debería permitirnos vernos mejor a nosotros mismos. El desafío del siglo XXI no es solo tecnológico, sino ético, y debería orientarse a hacer que la velocidad de nuestros avances no deje atrás nuestra capacidad de convivir. Porque si no aprendemos a cuidarnos entre nosotros, ningún desarrollo será verdadero.

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