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Los republicanos dominan la agenda política en EEUU

Viernes, 09 de marzo de 2012 22:34

El famoso “supermartes”, día en el que los votantes concurrieron a las urnas en diez de los cincuenta estados norteamericanos, no definió las reñidas elecciones primarias del Partido Republicano. Mitt Romney sigue al frente en la carrera, pero ni Rick Santorum, erigido en su principal competidor, ni tampoco Newt Gingrich se han dado por vencidos. Ron Paul, un outsider que se distingue por sus posiciones libertarias, también se mantiene en carrera.

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El famoso “supermartes”, día en el que los votantes concurrieron a las urnas en diez de los cincuenta estados norteamericanos, no definió las reñidas elecciones primarias del Partido Republicano. Mitt Romney sigue al frente en la carrera, pero ni Rick Santorum, erigido en su principal competidor, ni tampoco Newt Gingrich se han dado por vencidos. Ron Paul, un outsider que se distingue por sus posiciones libertarias, también se mantiene en carrera.

La incertidumbre sobre el resultado de la compulsa se prolonga demasiado. Algunos intuyen que la incógnita se develará recién en la convención partidaria, que tendrá lugar en Tampa (Florida) el próximo 27 de agosto. En la Casa Blanca se piensa que esta dilación favorece la reelección de Barack Obama. Los republicanos afirman que una competencia con suspenso focaliza la atención de los medios de comunicación sobre sus precandidatos y sus propuestas.

Los triunfos y derrotas del “supermartes” estuvieron repartidos. Romney venció en seis estados: Virginia, Idaho, Vermont, Alaska y, aunque por una diferencia ínfima, en Massachussets y Ohio. Santorum se impuso en tres estados -Tennessee, Oklahoma y Dakota del Norte- y perdió por muy poco en Massachussets y Ohio. Gingrich solo logró ganar en Georgia, su estado natal. Paul no obtuvo ninguna victoria, pero mantiene su presencia por su atracción en el electorado juvenil.

Romney se consolida como la figura republicana “moderada” que, según los encuestadores, estaría en mejores condiciones de batir a Obama en la contienda del martes 6 de noviembre. Santorum, un católico ferviente que cuenta con el respaldo de una porción mayoritaria de la derecha religiosa evangélica, emerge como el líder más atrayente para las bases republicanas. Gingrich, reconocido como el precandidato intelectualmente más sólido, parece haber perdido ante Santorum la condición de challenger de Romney.

El problema que afronta Romney es que si no obtiene más de la mitad de los convencionales que se eligen en las sucesivas elecciones primarias no habría que descartar que en la convención de Florida los partidarios de Gingrich y algunos de Paul terminen apoyando a Santorum. Hasta ahora, Romney tiene mayoría propia. Cuenta con 415 delegados, contra 176 de Santorum, 105 de Gingrich y 47 de Paul. Pero todavía falta mucho: en Florida habrá 2.286 delegados y para lograr la candidatura se necesitan 1.144. Todas las alternativas están todavía abiertas. Pero el saldo estratégicamente más importante que ya puede extraerse de estas primarias es que, para obtener la nominación, Romney tiene que abrazar la agenda conservadora.

Una disputa histórica

Esta puja entre conservadores y moderados es una constante en el Partido Republicano desde hace cincuenta años. En las elecciones de 1964, el candidato ultraconservador Barry Goldwater fue demolido por Lyndon Johnson. Se dijo que sus posturas extremistas habían allanado la reelección de Johnson. Sin embargo, la huella de Goldwater penetró profundamente entre los republicanos. Desde entonces, el ala conservadora predominó en la elección de las candidaturas y sobre todo en las definiciones programáticas.

En 1968, cuatro años después de la derrota de Goldwater, otro candidato conservador, aunque políticamente mucho más pragmático, Richard Nixon, llevó otra vez a los republicanos a la Casa Blanca y les permitió retenerla por un segundo turno, en las elecciones de 1972. Nixon había sido vicepresidente del general Dwight Eisenhower, un republicano moderado y centrista que gobernó entre 1953 y 1961, pero antes se hizo conocido como el lugarteniente del senador Joe Mccarthy en su furibunda campaña anticomunista, a principios de la década del 50. El escándalo de Watergate, que volteó a Nixon, golpeó también a los republicanos y facilitó el triunfo del demócrata James Carter en 1976.

Pero fue en 1980, con el meteórico encumbramiento de Ronald Reagan, que los conservadores republicanos lograron efectivamente cambiar la historia. Hasta ese momento, habían sido un fenómeno contracultural. En la sociedad norteamericana predominaba el consenso del New Deal, una versión estadounidense del estado de bienestar, impulsado por Franklin Delano Roosevelt en la década del 30 como respuesta a la crisis económica de 1929. Los conservadores, enemigos del intervencionismo estatal, tenían que elegir entre denunciar al New Deal, y perder las elecciones, como hizo Goldwater, o maniobrar dentro de sus límites, como sucedió con Nixon.

El ascenso de Reagan constituyó un punto de inflexión. Coincidió con un giro en la sintonía de la sociedad norteamericana, que percibió el agotamiento de la era del New Deal. En sus dos mandatos (1981-89), Reagan desmanteló el estado de bienestar y creó las condiciones de superioridad tecnológica y militar que posibilitaron a Estados Unidos ganar la competencia con la Unión Soviética. Su paso por la Casa Blanca determinó un “antes” y un “después”. Nadie está hoy en condiciones de ignorar lo esencial de su legado histórico: menos intervención del Estado y más libertad económica y participación de la sociedad.

Un triunfo cultural

Si Roosevelt imprimió su signo a la política norteamericana entre 1932 y 1980, Reagan hizo lo propio desde principios de la década del 80 hasta hoy. Tanto es así que Bill Clinton, abanderado de los llamados “nuevos demócratas”, lejos de alterar el legado de Reagan, fue el autor del mayor recorte del gasto público en la historia de Estados Unidos.

Como Clinton, Obama es un presidente demócrata que gobierna un país cuya agenda pública está signada por esa herencia de Reagan. A diferencia de Clinton, que asumió esa realidad y actuó en consecuencia, Obama oscila entre ese instinto realista y la presión del “progresismo” cultural que impera en las filas demócratas. En la campaña de 2008, en la que logró capitalizar el descrédito de George W. Bush y la crisis financiera que estalló justamente dos meses antes de las elecciones, prometió ser “el cambio”. No lo fue, ni podía serlo. Sus éxitos como presidente no tienen mucho que ver con sus propuestas como candidato. La base de Guantánamo sigue albergando a los prisioneros de Al Qaeda.

En ese contexto, Obama puede ganar en las elecciones de noviembre. Pero las primarias republicanas ratifican que el debate cultural estadounidense tiene un solo protagonista relevante. El “progresismo” demócrata está políticamente atado de pies y manos. Cuando habla, sus dichos contrastan con muchas de las prácticas de la administración que está obligado a defender.

Los expertos en opinión pública aseguran que triunfará el candidato que sepa granjearse el voto independiente. En la “interna” republicana, esa apreciación favorece hoy a Romney y, a escala nacional, beneficia a Obama. Pero también encierra un mensaje para el actual mandatario: su continuidad en la Casa Blanca no depende de la reiteración de las promesas sobre un “cambio” que se reveló inexistente, sino de su probada capacidad para administrar eficazmente, como hizo Clinton, la herencia de Reagan.

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