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No te mueras sin decirme a dónde vas

Sabado, 02 de noviembre de 2019 00:00
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En 1995 una película de Eliseo Subiela ponía sobre el tapete social la problemática de la muerte, titulada "No te mueras sin decirme a dónde vas". Esta relación profunda entre el amor y la muerte quedó de manifiesto en ella. Cuando pienso en la muerte, se entremezclan sentimientos de amor, dolor, perdón, gratitud, separación, finitud y el tan mentado duelo, que no es resignación. Pienso también en la experiencia de la propia muerte, a la que ningún ser humano podrá escapar ni compartir.

Hablar de la muerte es difícil, algunos la niegan, otros la ven como una derrota de la humanidad, una verdadera catástrofe. Para las religiones es un motivo de constante prédica, ya que brindan desde su cuerpo doctrinal una dosis de esperanza. Todas ofrecen vida después de la muerte en paraísos celestiales para diferenciarlos de la vida terrenal. Otras prefieren creer en la reencarnación como modo de trascendencia. Para los no creyentes es el final de una existencia, que culmina con la degradación del cuerpo. A pesar de todo, la muerte sigue siendo un misterio donde el hombre se abisma y se siente nada.

Las religiones intentan explicar al hombre qué hay en el más allá. En una oportunidad le pregunté a un sacerdote católico qué era el cielo, y este me dijo: "Es allá arriba, la eternidad", "El cielo a diez mil pies de altura no es de mi agrado, le respondí, hace 50 grados bajo cero"; "pero es la gloria", retrucó el curita. "La Gloria era una amiga, y no me figuraba una eternidad con ella". Me dijo, "es la visión de Dios", y no pude entender nada. En la Carta a los Corintios, el apóstol Pablo dice que fue arrebatado al tercer cielo, pero cuando se refiere a la sabiduría de Dios y a su experiencia en el cielo solo atina a citar las antiguas escrituras: "Ni ojo vio, ni oído oyó, ni por mente humana han pasado las cosas que Dios ha preparado para los que lo aman" (1Cor 2,9); en definitiva, no nos dijo nada. Sin embargo, creo en la vida eterna, porque nuestras ansias de amar, de vivir, de conocer, de trascender, no pueden agotarse en la destrucción del cuerpo. Los setenta u ochenta años de vida sobre la tierra, tal vez los cien, no representan nada frente a los miles y miles de años de la presencia del hombre en ella.

Cualquier creencia que ofrezca eternidad debe saber que ese camino pasa por la tierra, y que la eternidad no se puede comprar con dinero o riquezas, sino que se conquista con actitudes de justicia y solidaridad, con misericordia y ternura; al fin y al cabo, en la muerte nos igualamos. El hombre, a lo largo de la historia y en las diferentes culturas, ha intentado estigmatizar a la muerte, con burlas como Halloween, con rituales esotéricos, con ritos religiosos, y algunos más audaces han pretendido interactuar con los muertos. Científicamente, nada está probado.

Para los creyentes, la fe nos da la esperanza de que no todo termina bajo la tierra, o en un mausoleo, o en un crematorio. El camino a la eternidad abre un espacio de esperanza y consuelo, donde el duelo juega un rol fundamental. Es una experiencia primordial para quien se relaciona, ama, se apega afectivamente y debe decir adiós. La muerte, para el que el muere, lo pone desnudo frente a la existencia, sin llevarse absolutamente nada material. "Nunca vi un camión de mudanzas detrás de un cortejo fúnebre", afirmó el papa Francisco. Nadie, en el día de su propia muerte, pudo ni podrá decirnos a dónde va.

 

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