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26 de Abril,  Salta, Centro, Argentina
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A no fiarse de los recuerdos porque puede haber sorpresas

Domingo, 02 de junio de 2019 10:48

Doña Victoria era una vecina de la ciudad de Salta, que vivía en una antigua vivienda de avenida San Martín al 2000, en la zona del Mercado Artesanal. Mujer de unos 70 años, en los tiempos en que se tejió esta historia, era oriunda de Resistencia, provincia de Chaco, pero estaba afincada desde hacía más de tres décadas en la capital de la provincia que enamora.
Son pocas las cosas en este mundo que “calan” tan hondo en nuestro espíritu y dejan los sentimientos tan a flor de piel como la nostalgia, aún más cuando el lugar que uno añora alberga a los seres queridos. Este era el caso de Victoria, descendiente de yugoslavos, que poco y nada veía a sus parientes, la mayoría de ellos arraigados a un pueblito rural llamado Colonia Elisa. 
Su hermana menor, Sonia, era su preferida y por “extensión” sus hijos, Anahí, Rocío y Matías, a quienes no veía desde el jardín de infantes y que ya debían rondar los 22, 20 y 18 años de edad.
Un día recibió un llamado de su hermana que le hizo latir el corazón a un ritmo que ya no recordaba, cuando le anunció que su sobrino, Matías, llegaría a Salta a la mañana siguiente e iría a visitarla.
“Mi chiquito, tan gordito y cachetón. Rubito como su abuelo. Por fin lo voy a ver, después de tantos años”, repetía una y otra vez en sus “adentros”.
Como toda tía solterona, la llegada de un sobrino representaba un verdadero acontecimiento que estaba dispuesta a afrontar con la pompa que merecía el caso. 
Corrió hasta una pastelería de la zona centro, atendida personalmente por “Gustavito” Buryaile, y compró la torta más cara y empalagosa del local, y alrededor de 800 gramos de masas finas que luego, a la mañana siguiente, acompañó con una tetera de porcelana llena de té en hebras. Prestándole una minuciosa atención al decorado, dispuso el desayuno sobre un delicado mantel blanco de hilo de coco, tejido a mano en sus interminables horas de soledad.
En la víspera, casi no durmió a causa de la ansiedad. A las seis ya caminaba de un lado a otro del living revisando todos los detalles. Ella quería que todo estuviera perfecto cuando llegase Matías.
Tres horas pasaron hasta que por fin sonó el timbre, cerca de las 9. El momento que tanto había ansiado la dejó estupefacta, sólo después de dos minutos y cinco timbrazos reaccionó y se dirigió a la puerta. Al abrirla, se dio de cara con un rostro aniñado, un tanto simpaticón, de mejillas rosadas que le regaló, sin mediar palabras, una fresca y amplia sonrisa. Inmediatamente, doña Victoria le brindó al muchacho un abrazo cálido, tembloroso y cargado de emoción, para luego “zamparle” dos jugosos besos, uno en cada cachete como acostumbran en el litoral. 

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Doña Victoria era una vecina de la ciudad de Salta, que vivía en una antigua vivienda de avenida San Martín al 2000, en la zona del Mercado Artesanal. Mujer de unos 70 años, en los tiempos en que se tejió esta historia, era oriunda de Resistencia, provincia de Chaco, pero estaba afincada desde hacía más de tres décadas en la capital de la provincia que enamora.
Son pocas las cosas en este mundo que “calan” tan hondo en nuestro espíritu y dejan los sentimientos tan a flor de piel como la nostalgia, aún más cuando el lugar que uno añora alberga a los seres queridos. Este era el caso de Victoria, descendiente de yugoslavos, que poco y nada veía a sus parientes, la mayoría de ellos arraigados a un pueblito rural llamado Colonia Elisa. 
Su hermana menor, Sonia, era su preferida y por “extensión” sus hijos, Anahí, Rocío y Matías, a quienes no veía desde el jardín de infantes y que ya debían rondar los 22, 20 y 18 años de edad.
Un día recibió un llamado de su hermana que le hizo latir el corazón a un ritmo que ya no recordaba, cuando le anunció que su sobrino, Matías, llegaría a Salta a la mañana siguiente e iría a visitarla.
“Mi chiquito, tan gordito y cachetón. Rubito como su abuelo. Por fin lo voy a ver, después de tantos años”, repetía una y otra vez en sus “adentros”.
Como toda tía solterona, la llegada de un sobrino representaba un verdadero acontecimiento que estaba dispuesta a afrontar con la pompa que merecía el caso. 
Corrió hasta una pastelería de la zona centro, atendida personalmente por “Gustavito” Buryaile, y compró la torta más cara y empalagosa del local, y alrededor de 800 gramos de masas finas que luego, a la mañana siguiente, acompañó con una tetera de porcelana llena de té en hebras. Prestándole una minuciosa atención al decorado, dispuso el desayuno sobre un delicado mantel blanco de hilo de coco, tejido a mano en sus interminables horas de soledad.
En la víspera, casi no durmió a causa de la ansiedad. A las seis ya caminaba de un lado a otro del living revisando todos los detalles. Ella quería que todo estuviera perfecto cuando llegase Matías.
Tres horas pasaron hasta que por fin sonó el timbre, cerca de las 9. El momento que tanto había ansiado la dejó estupefacta, sólo después de dos minutos y cinco timbrazos reaccionó y se dirigió a la puerta. Al abrirla, se dio de cara con un rostro aniñado, un tanto simpaticón, de mejillas rosadas que le regaló, sin mediar palabras, una fresca y amplia sonrisa. Inmediatamente, doña Victoria le brindó al muchacho un abrazo cálido, tembloroso y cargado de emoción, para luego “zamparle” dos jugosos besos, uno en cada cachete como acostumbran en el litoral. 

Lo tomó de la mano y lo introdujo en la vivienda, lo sentó en una silla de cedro, le acarició los cabellos, peinándolos con los dedos hacia atrás y le dijo entre lágrimas: 

-“Estás igualito a como te imaginé, hace tantos años que no te veía hijito, no sabés la emoción que tengo. Sos la cara, el calco de tu abuelo”.

A lo que el joven le respondió titubeante: 

-“Mire señora, la verdad es que aunque me hubiera gustado nunca conocí a mi abuelo, no sé nada de él. Yo solo pasaba vendiendo escobas a dos por cien pesosà ¿Quiere comprar?”.
 

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