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La designación de Alberto Fernández como precandidato a presidente por el Frente de Todos (aunque también podamos decir "como candidato a presidente por el cristinismo"), me lleva a reflexionar sobre la suerte que han tenido los presidentes "vicarios" en nuestro país, entendiendo como tales a aquéllos cuya candidatura fue digitada por el líder de un partido, quien por alguna razón no podía o no quería ser elegido en esa instancia e impulsaba una determinada candidatura, generalmente con la idea de volver al poder cuando cambiaran las circunstancias. Veremos entonces la suerte que les cupo a aquellas personas que alcanzaron la presidencia con votos ajenos, costumbre que no solo tenemos los argentinos pero que, en nuestra historia, se hizo presente desde los inicios de la era constitucional.
Efectivamente, cuando nuestro primer presidente, el general Urquiza, finalizó su período en 1860 y no podía por prescripción constitucional repetir su mandato, eligió a Santiago Derqui como sucesor, quien, dada la inmensa influencia que tenía Urquiza en el interior, logró, a pesar de ser un ilustre desconocido, alcanzar cómodamente el triunfo en el Colegio Electoral. Se daba por descontado que sería leal a Urquiza quien, ocupando el cargo de gobernador de Entre Ríos, ejercería el verdadero poder en aquella Confederación Argentina aun atravesada por luchas civiles y con la provincia de Buenos Aires todavía actuando como estado independiente.
Derqui y su rebeldía
Sin embargo, Derqui, al poco tiempo de acceder al gobierno y celoso del poder que detentaba el expresidente, intentó independizarse de Urquiza designando en su gabinete a ministros mitristas y presionando para que en las próximas elecciones accediera al Congreso Nacional una consistente mayoría que representara a la clase culta de Buenos Aires, a la que consideraba el único grupo con autoridad y capacidad intelectual para gobernar.
Hay que imaginarse la poca gracia que le hizo esto a Urquiza, y solo en esta perspectiva se puede entender el resultado de la batalla de Pavón.
Recapitulemos: en 1860 se había logrado un pacto de unión entre Buenos Aires y la Confederación tras aceptarse las enmiendas a la Constitución que exigió la provincia rebelde para volver al redil; pero diversos problemas que surgieron al ponerse en práctica su reincorporación llevaron a que nuevamente la Nación y el "estado" de Buenos Aires entraran en guerra.
La fuerza principal de la Confederación era sin duda la caballería entrerriana y el jefe del Ejército, por prestigio y antecedentes, no podía ser otro que el general Urquiza. Así las cosas, las fuerzas de Buenos Aires y la Confederación se enfrentaron junto al arroyo Pavón el 17 de septiembre (1861), en una batalla cuyo resultado fue indeciso, pero de pronto Urquiza ordenó la retirada de su división, que dio la espalda al enemigo y el general Mitre y sus porteños quedaron sorpresivamente dueños del campo de batalla. Con la tropa intacta y alegando una supuesta enfermedad que le habría atacado repentinamente ese día, atravesó el Paraná rumbo a su feudo de Entre Ríos, mientras Derqui le pedía infructuosamente que volviera al terreno. Mitre se apoderó de Rosario y al presidente no le quedó otra opción que renunciar, quedando así consagrado el triunfo de los liberales porteños sobre los federales del interior, lo que vaya paradoja! había sido uno de los motivos principales del enfrentamiento entre Derqui y su mentor y principal sostén.
Los años de Luis Sáenz Peña
Treinta años después nuevamente la elección del próximo presidente terminó con una solución entre dramática y grotesca, que no auguraba nada bueno para el vicario digitado por Roca y designado por los líderes del Partido Autonomista Nacional. A fines de 1891 el país salía dolorosamente de la crisis económica iniciada el año anterior, y frente al desprestigio de una élite política que había mostrado su mezquindad y su ambición más allá de lo que la tolerancia de la población podía soportar, habían aparecido nuevos partidos como la Unión Cívica, liderada por Alem, y el Partido Modernista, cuyo candidato a presidente era el prestigioso abogado Roque Sáenz Peña. Los cívicos, en cambio, habían propuesto al general Mitre.
Roca sabía que después de los desatinos que había cometido su concuñado Juárez Celman en el gobierno no podía ser candidato pero, con su reconocida astucia, logró neutralizar a Mitre halagándolo hasta hacerlo pelear con la mayoría de los cívicos (los que luego se proclamaron como "radicales"). En cambio, para desplazar a Roque Sáenz Peña decidió ofrecerle la presidencia al propio padre, el respetado y anciano jurista Luis Sáenz Peña, hombre versado en leyes que entonces se desempeñaba como vocal de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, pero que, a los 70 años de edad, no tenía ninguna experiencia en los turbios manejos de la política vernácula. Proclamado candidato, su hijo Roque renunció inmediatamente a su postulación y se manifestó como el primer partidario de su padre, quien finalmente y tras otros manejos que en nada prestigian a nuestros políticos, fue elegido presidente casi sin oposición (95 % de los votos en el Colegio Electoral).
Cierto que gobernar no resultó tarea fácil para el anciano jurista. Durante su breve presidencia debió hacer cuatro cambios de gabinete y soportar por lo menos una docena de revoluciones o revueltas provinciales.
Incapaz, por otro lado, de sumar apoyos, careciendo de partido propio pero tratando firmemente de gobernar según su propio criterio, pronto logró que el mismo Roca lo dejara de apoyar y a mediados de 1894 le soltara la mano y operara sutilmente para derrocarlo. Miguel Cané, quien había sido ministro de Sáenz Peña, lo comentaba en carta a Estanislao Zeballos: “En el fondo Roca quiere que se vaya Sáenz Peña, siempre que quede la opinión persuadida de que él ha hecho cuanto podía para sostenerlo”. Por fin y con motivo de un proyecto de ley de amnistía a los revolucionarios del 93, el gabinete en pleno se le resiste y renuncia en masa el 16 de enero (1895). Tres días después, el presidente envía al Congreso su renuncia y el 22 de enero asume el gobierno el vicepresidente José Evaristo Uriburu, un incondicional de Roca.
Por las dudas, como presidente provisional del Senado, y por lo tanto sucesor del presidente en caso de acefalía, fue designado el mismo Roca.
Un “vicario” diferente
Otro presidente con mucho de vicario aunque con características diferentes, fue Marcelo Torcuato de Alvear, sucesor de Hipólito Yrigoyen en su primera presidencia y predecesor del mismo en su segundo mandato.
Alvear era miembro de una de las familias más aristocráticas del país, pero había abrazado la causa radical y se había desempeñado como secretario de Yrigoyen cuando apenas tenía 18 años, durante la revolución de 1890. Más tarde fue un militante leal aunque no demasiado distinguido, en tanto no sentía una verdadera pasión por la cuestión política. Durante la presidencia de Yrigoyen desempeñó cargos diplomáticos, como delegado argentino en la Sociedad de las Naciones con sede en París, donde también tenía casa propia y un importante núcleo de amigos. Y fue durante su estadía en Francia que, sin haber hecho campaña alguna, fue elegido presidente gracias al “sabio” dedo de Yrigoyen, quien seguramente confiaba en su lealtad más que en sus méritos como estadista. Por las dudas, ubicó en la vicepresidencia a Elpidio González, un yrigoyenista neto.
La jugada tenía poco de original. La misma falta de ambición política de don Marcelo le aseguraba al caudillo que difícilmente lo traicionaría y en 1928 podría volver al gobierno sin inconvenientes, dando por sentado que el radicalismo seguiría siendo el partido dominante y él su líder indiscutido.
Pero las cosas no fueron tan sencillas ni el radicalismo era un partido tan monolítico como le hubiera gustado a don Hipólito, y al poco tiempo su sector más conservador provocó una escisión y fundó la Unión Cívica Radical Antipersonalista (por supuesto la “persona” era Yrigoyen), enfrentada a Yrigoyen y afín a la política y al discurso más moderado del nuevo presidente.
Sin embargo, Alvear, si bien durante su gobierno se fueron agudizando sus diferencias con su mentor, nunca avaló la ruptura del partido, y aunque designó a algunos ministros antipersonalistas, se negó a volver a los métodos electorales fraudulentos de los gobiernos conservadores y el 12 de octubre de 1928, tras unas elecciones absolutamente limpias en que el yrigoyenismo ganó con el 57% del voto popular, entregó pacíficamente los atributos del poder a su jefe político.
Este fue el único caso en que un presidente vicario finalizó su período y cumplió con la consigna implícita de entregar nuevamente el poder a quien se lo había delegado.
Alvear fue luego un fuerte crítico de Yrigoyen, y hasta tuvo palabras de aprobación al golpe de Uriburu, aunque luego haya vuelto a sus orígenes partidarios y finalmente el caudillo, antes de morir, lo designó heredero en la jefatura del partido.