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Disciplinados y civilizados Opinión por Sonia Álvarez Leguizamón

Opinión por Sonia Álvarez Leguizamón (Socióloga y antropóloga)
Domingo, 16 de febrero de 2020 15:11

Todos los años mueren niños wichis en Salta, por diferentes razones: desnutrición, deshidratación, falta de ambulancias, falta de agua, etc. Algunos lo llaman el “lento genocidio wichi”, otros hablan de ecocidio (asociado a la brutal tasa de deforestación). Estas últimas semanas murieron 7 niños y una mujer, además de haber cientos de niños en estado crítico. Los caciques y la gente denuncian la falta de agua potable y de alimentos, el corrimiento de sus tierras ancestrales, debido a la expansión de la soja transgénica y el uso de glifosato. La escasez de comida se debe fundamentalmente a que han perdido la posibilidad de acceder a la tierra y a los frutos del bosque, debido a la deforestación para el cultivo de soja. Este año, además de plantear todas estas cuestiones, un médico denuncia la falta de infraestructura médica, servicios sanitarios básicos, pocos médicos. Podríamos decir que no está funcionando tampoco la atención primaria de la salud que detecta las situaciones críticas y deriva a los centros de mayor complejidad. La situación es la misma desde hace muchos años y ningún gobierno le ha dado una repuesta de fondo al problema. Esta atrocidad e inhumanidad nos coloca en el centro de las noticias nacionales y a veces internacionales. Hace unos días vino el nuevo ministro de Desarrollo Social de la Nación y reconoció que el problema era la falta de agua potable, el acceso a servicios de salud y alimentos. En el acto donde se firmaban acuerdos con la provincia, vinculados con el acceso al agua en la zona, el gobernador dijo que “venimos a traer agua segura” (¿que habrá querido decir con eso?).

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Todos los años mueren niños wichis en Salta, por diferentes razones: desnutrición, deshidratación, falta de ambulancias, falta de agua, etc. Algunos lo llaman el “lento genocidio wichi”, otros hablan de ecocidio (asociado a la brutal tasa de deforestación). Estas últimas semanas murieron 7 niños y una mujer, además de haber cientos de niños en estado crítico. Los caciques y la gente denuncian la falta de agua potable y de alimentos, el corrimiento de sus tierras ancestrales, debido a la expansión de la soja transgénica y el uso de glifosato. La escasez de comida se debe fundamentalmente a que han perdido la posibilidad de acceder a la tierra y a los frutos del bosque, debido a la deforestación para el cultivo de soja. Este año, además de plantear todas estas cuestiones, un médico denuncia la falta de infraestructura médica, servicios sanitarios básicos, pocos médicos. Podríamos decir que no está funcionando tampoco la atención primaria de la salud que detecta las situaciones críticas y deriva a los centros de mayor complejidad. La situación es la misma desde hace muchos años y ningún gobierno le ha dado una repuesta de fondo al problema. Esta atrocidad e inhumanidad nos coloca en el centro de las noticias nacionales y a veces internacionales. Hace unos días vino el nuevo ministro de Desarrollo Social de la Nación y reconoció que el problema era la falta de agua potable, el acceso a servicios de salud y alimentos. En el acto donde se firmaban acuerdos con la provincia, vinculados con el acceso al agua en la zona, el gobernador dijo que “venimos a traer agua segura” (¿que habrá querido decir con eso?).

En su momento, cuando sucedieron casos similares el gobernador de ese entonces, Juan Manuel Urtubey dijo que la causa de la desnutrición y las muertes por hambre eran culturales. Yo había visto en el Hospital de niños, hace unos años, a mujeres wichis cuidar a sus hijos enfermos con tanto cariño, que me pareció algo inconcebible de parte de un gobernante, echarle la culpa a la víctima y de paso lavarse las manos, en lo que hace a la responsabilidad social que le cabe. En ese entonces escribí un artículo sobre el tema y demostré que con respecto a la explicación del hambre en la cultura Wichi, los discursos gubernamentales locales, del presente y del largo tiempo (durante el siglo XX y parte del XXI), lo explican como producto de sus hábitos culturales considerados inferiores, atrasados, arcaicos, no modernos, a partir de un racismo anti indígena particular neocolonial que reproduce la pobreza y la exclusión. Observé cómo, en el largo tiempo, las respuestas gubernamentales no actúan sobre los procesos coyunturales e históricos estructurales que producen el hambre, ni tampoco sobre los perpetradores, al contrario, en la mayoría de los casos, apoyan y promueven políticas que lo producen, como la expansión de la soja, o defienden a los dueños de las tierras que los acorralan y le quitan la tierra y el acceso al agua.

Cuando mueren los niños, se despliegan renovados dispositivos disciplinarios y “civilizatorios”. Por ejemplo se dice, que hay que enseñarles a comer, a higienizarse, a cuidar a sus hijos, que el problema es el alcoholismo y el abandono, etc. La muerte por hambre o deshidratación, se podría erradicar -según estos discursos- a partir de la educación. Es en las propias víctimas en las que se corporiza el problema de la falta de medios de subsistencia (trabajo, acceso a alimentos, protección social para vivir, etc.). 

Se naturaliza así una visión del mundo que reafirma la superioridad del que diagnostica por sobre “la cultura” del otro, en este caso “el indio”, que “deja morir”: Argumentación que justifica los dispositivos de intervención social disciplinatorios para “educarlos” e “integrarlos”.

La muerte por hambre o deshidratación en esta zona no es nueva, pero se ha visto agudizada por los procesos intensos de expropiación brutal de medios de subsistencia básicos para la vida que brindaba el bosque y el agua. Considero, como Josué de Castro, que las zonas de hambre endémica son una muestra de las relaciones de expropiación de riqueza y de medios de subsistencia neocoloniales persistentes y bru tales.

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