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El estratega de la pandemia

Viernes, 11 de septiembre de 2020 02:22

Desde hace meses, el mundo está en vilo y en “guerra”, conflagración motorizada por armas tan simples, y a su vez tan letales y destructivas como una gotita de saliva, un apretón de manos, un abrazo y una demostración tangible de afecto. Y esta “guerra” que derrocó imperios, corporaciones, multinacionales, paradigmas, y hasta gobiernos en algunos rincones del planeta, también se metió con una de las pocas cosas que los fundamentalistas futboleros creíamos indestructible, el motor de nuestras pocas alegrías genuinas y aquello que nos redimía de las angustias mundanas: el fútbol. Sí. Este virus impredecible hasta nos quitó el fútbol a los argentinos. Hoy tenemos asumido y naturalizado aquello que resultaba impensado antes del 20 de marzo.
Y allá por marzo de este año, cuando los contagios, las muertes, la dantesca escenografía de escafandras, hospitales colapsados y fosas cavadas nos parecían ciencia ficción, o la realidad de un continente muy lejano, aún sin imaginarnos que terminaríamos hasta perdiendo amigos en el camino, solo un actor de nuestro fútbol supo parar la pelota y bajarse de la calesita absurda de nuestro fútbol, donde solo parece importar quién es el más “piyo” y “capanga”, la puja de intereses y la “rosca” en los pasillos de AFA, fue River Plate, personificado en su presidente Rodolfo D’Onofrio, pero fundamentalmente en el director técnico que revolucionó el fútbol del país en la última década, Marcelo Gallardo, el que sentó el precedente de alerta que luego desembocó en la suspensión total del fútbol con público amontonados en las canchas (hoy esta escena tan común se asemejaría a una masacre humana).
En un fútbol argentino donde aún abunda el componente machista, básico y primitivo, donde bajarse de una contienda siempre implica ser “cagón”, el Muñeco, “Napoleón” para sus adoradores por ese carácter de estratega nato que lo llevó a su River a los primeros planos del continente en los últimos cinco años, no dudó en abdicar a una batalla y decretar su propio “Waterloo”, negándose, respaldado por la directiva, a disputar aquel partido con Atlético Tucumán en ese marzo por una frustrada Copa de la Superliga que nunca se jugó, pero que tampoco terminó siendo la “muerte” de nadie.
Sí, aquel entrenador que se hizo famoso por su liderazgo, su valentía para las confrontaciones, por no “casarse” con nadie, por irles de frente siempre a sus dirigidos y por tocar las fibras más íntimas de sus futbolistas sacándoles el mayor rédito posible dentro de la cancha, decidió plantarse en una de tantas “finales” contra el enfervorizado decano tucumano que aún hoy, con una estadística oficial que hasta el jueves por la tarde arrojaba 10.713 vidas perdidas y 512.293 contagios, sigue, increíblemente, reclamando los puntos, como si la vida sea un componente lúdico más y un mero juego.
En aquel momento, los repudios y críticas hacia River y hacia Gallardo, luego caricaturizados en la frivolidad de los memes, partían de todos los estratos del fútbol, cuando a menos de 24 horas de disputar la primera fecha de la Copa de la Superliga en el estadio Monumental, y argumentando los peligros que provocaba la crisis epidemiológica, River Plate decidió cerrar el club por tiempo indeterminado, en principio, para resguardar la salud de los socios, los empleados y las miles de personas que concurren diariamente a las distintas actividades.
Y los “palos” llegaron de todos lados, incluso hasta de la propia AFA y hasta de aquellos que hoy se embanderan en los discursos concienzudos y sanitaristas y que defienden a ultranza “la vida”, “la salud” y los más estrictos protocolos. Por entonces, pocos lo advertían como “Napoleón” y su tropa. Y las voces en contra llegaban hasta del mismísimo Marcelo Tinelli, hoy presidente de la Liga Profesional de Fútbol dentro de la nueva reestructuración de cargos en AFA tras la reelección de Chiqui Tapia. La respuesta por entonces del ente afista, con un comunicado firmado por el propio showman televisivo devenido en alto dirigente deportivo, fue repudiar la medida de fuerza y alertar de posibles sanciones para el millo.
Pero en esa pugna solitaria, Napoleón y los suyos, que habían izado la bandera de la prevención en el pequeño mundillo del fútbol nuestro, no estaba tan solo: ya se le habían sumado aliados que fortalecieron su estrategia de “combate”, entre ellos, muchos representantes del principal actor perjudicado, los futbolistas, la “primera línea” de exposición en el pan verde rectangular, y también alguien que siempre los defendió genuinamente: el mejor futbolista de la historia, Diego Armando Maradona, el “pseudo-gremialista” más representativo de esa raza. Gallardo, Diego, y varios jugadores fueron los primeros fusibles de la presión para que se suspendiera el fútbol, como ya empezaba a ocurrir en otras partes del mundo. Pese a ello, la AFA desoyó ese primer clamor y decidió responder solo a sus propios intereses y avanzar con la disputa inicial del certamen, pero a puertas cerradas. Así, se jugaron el 13 de marzo Gimnasia de La Plata-Banfield y Patronato-San Lorenzo.
Luego llegó lo que todos sabemos y un decreto del Ejecutivo terminó forzando el inédito y más extenso parate en la historia de nuestro fútbol. Y ya en junio, cuando la espera era mucha, cruenta y angustiante para los laburantes de la pelota, el mismísimo presidente de la Nación Alberto Fernández llamó al propio Gallardo para que éste lo asesore sobre de qué manera podría volverse a entrenar con todos los cuidados necesarios. “Él es un gran técnico y además River fue el primero que tuvo una manifestación en contra de jugar ante el riesgo de contagio y tuvo toda la razón del mundo cuando lo hizo”, había manifestado la primera autoridad nacional por entonces.
Es que un simple director técnico, que seguramente entiende tanto de epidemiología y virus como de conducir un país,si de algo es conocedor es de sensatez y sentido común, uno de sus reconocidos atributos como caldo de cultivo de su éxito deportivo de quien, así como sabe leer los partidos, leyó antes que ninguno el desastre sanitario en el fútbol.
Hoy, seis meses después, con la ola de contagios en el pequeño universo del fútbol argentino (hasta este miércoles se contabilizaban más de 100 casos positivos en los 24 clubes de Primera División desde que empezó la pandemia, siendo Boca el club más castigado, y cuando las mismas burbujas sanitarias y protocolos parecen no surtir efecto, el tiempo le dio la razón a Gallardo y a la dirigencia millonaria.

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Desde hace meses, el mundo está en vilo y en “guerra”, conflagración motorizada por armas tan simples, y a su vez tan letales y destructivas como una gotita de saliva, un apretón de manos, un abrazo y una demostración tangible de afecto. Y esta “guerra” que derrocó imperios, corporaciones, multinacionales, paradigmas, y hasta gobiernos en algunos rincones del planeta, también se metió con una de las pocas cosas que los fundamentalistas futboleros creíamos indestructible, el motor de nuestras pocas alegrías genuinas y aquello que nos redimía de las angustias mundanas: el fútbol. Sí. Este virus impredecible hasta nos quitó el fútbol a los argentinos. Hoy tenemos asumido y naturalizado aquello que resultaba impensado antes del 20 de marzo.
Y allá por marzo de este año, cuando los contagios, las muertes, la dantesca escenografía de escafandras, hospitales colapsados y fosas cavadas nos parecían ciencia ficción, o la realidad de un continente muy lejano, aún sin imaginarnos que terminaríamos hasta perdiendo amigos en el camino, solo un actor de nuestro fútbol supo parar la pelota y bajarse de la calesita absurda de nuestro fútbol, donde solo parece importar quién es el más “piyo” y “capanga”, la puja de intereses y la “rosca” en los pasillos de AFA, fue River Plate, personificado en su presidente Rodolfo D’Onofrio, pero fundamentalmente en el director técnico que revolucionó el fútbol del país en la última década, Marcelo Gallardo, el que sentó el precedente de alerta que luego desembocó en la suspensión total del fútbol con público amontonados en las canchas (hoy esta escena tan común se asemejaría a una masacre humana).
En un fútbol argentino donde aún abunda el componente machista, básico y primitivo, donde bajarse de una contienda siempre implica ser “cagón”, el Muñeco, “Napoleón” para sus adoradores por ese carácter de estratega nato que lo llevó a su River a los primeros planos del continente en los últimos cinco años, no dudó en abdicar a una batalla y decretar su propio “Waterloo”, negándose, respaldado por la directiva, a disputar aquel partido con Atlético Tucumán en ese marzo por una frustrada Copa de la Superliga que nunca se jugó, pero que tampoco terminó siendo la “muerte” de nadie.
Sí, aquel entrenador que se hizo famoso por su liderazgo, su valentía para las confrontaciones, por no “casarse” con nadie, por irles de frente siempre a sus dirigidos y por tocar las fibras más íntimas de sus futbolistas sacándoles el mayor rédito posible dentro de la cancha, decidió plantarse en una de tantas “finales” contra el enfervorizado decano tucumano que aún hoy, con una estadística oficial que hasta el jueves por la tarde arrojaba 10.713 vidas perdidas y 512.293 contagios, sigue, increíblemente, reclamando los puntos, como si la vida sea un componente lúdico más y un mero juego.
En aquel momento, los repudios y críticas hacia River y hacia Gallardo, luego caricaturizados en la frivolidad de los memes, partían de todos los estratos del fútbol, cuando a menos de 24 horas de disputar la primera fecha de la Copa de la Superliga en el estadio Monumental, y argumentando los peligros que provocaba la crisis epidemiológica, River Plate decidió cerrar el club por tiempo indeterminado, en principio, para resguardar la salud de los socios, los empleados y las miles de personas que concurren diariamente a las distintas actividades.
Y los “palos” llegaron de todos lados, incluso hasta de la propia AFA y hasta de aquellos que hoy se embanderan en los discursos concienzudos y sanitaristas y que defienden a ultranza “la vida”, “la salud” y los más estrictos protocolos. Por entonces, pocos lo advertían como “Napoleón” y su tropa. Y las voces en contra llegaban hasta del mismísimo Marcelo Tinelli, hoy presidente de la Liga Profesional de Fútbol dentro de la nueva reestructuración de cargos en AFA tras la reelección de Chiqui Tapia. La respuesta por entonces del ente afista, con un comunicado firmado por el propio showman televisivo devenido en alto dirigente deportivo, fue repudiar la medida de fuerza y alertar de posibles sanciones para el millo.
Pero en esa pugna solitaria, Napoleón y los suyos, que habían izado la bandera de la prevención en el pequeño mundillo del fútbol nuestro, no estaba tan solo: ya se le habían sumado aliados que fortalecieron su estrategia de “combate”, entre ellos, muchos representantes del principal actor perjudicado, los futbolistas, la “primera línea” de exposición en el pan verde rectangular, y también alguien que siempre los defendió genuinamente: el mejor futbolista de la historia, Diego Armando Maradona, el “pseudo-gremialista” más representativo de esa raza. Gallardo, Diego, y varios jugadores fueron los primeros fusibles de la presión para que se suspendiera el fútbol, como ya empezaba a ocurrir en otras partes del mundo. Pese a ello, la AFA desoyó ese primer clamor y decidió responder solo a sus propios intereses y avanzar con la disputa inicial del certamen, pero a puertas cerradas. Así, se jugaron el 13 de marzo Gimnasia de La Plata-Banfield y Patronato-San Lorenzo.
Luego llegó lo que todos sabemos y un decreto del Ejecutivo terminó forzando el inédito y más extenso parate en la historia de nuestro fútbol. Y ya en junio, cuando la espera era mucha, cruenta y angustiante para los laburantes de la pelota, el mismísimo presidente de la Nación Alberto Fernández llamó al propio Gallardo para que éste lo asesore sobre de qué manera podría volverse a entrenar con todos los cuidados necesarios. “Él es un gran técnico y además River fue el primero que tuvo una manifestación en contra de jugar ante el riesgo de contagio y tuvo toda la razón del mundo cuando lo hizo”, había manifestado la primera autoridad nacional por entonces.
Es que un simple director técnico, que seguramente entiende tanto de epidemiología y virus como de conducir un país,si de algo es conocedor es de sensatez y sentido común, uno de sus reconocidos atributos como caldo de cultivo de su éxito deportivo de quien, así como sabe leer los partidos, leyó antes que ninguno el desastre sanitario en el fútbol.
Hoy, seis meses después, con la ola de contagios en el pequeño universo del fútbol argentino (hasta este miércoles se contabilizaban más de 100 casos positivos en los 24 clubes de Primera División desde que empezó la pandemia, siendo Boca el club más castigado, y cuando las mismas burbujas sanitarias y protocolos parecen no surtir efecto, el tiempo le dio la razón a Gallardo y a la dirigencia millonaria.

 

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