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Aborto y cambio de perspectiva

Jueves, 21 de enero de 2021 02:08

"Me di cuenta de que esto no se trata de mí, sino de una situación que le compete a muchas mujeres. Si mi voto ayuda a que una mujer no muera, voto a favor". Con esa frase, el senador Sergio Leavy sintetizaba una de las tensiones de carácter pragmático que atravesaron el largo debate y reforzaba así la fundamentación de la ley de interrupción voluntaria del embarazo en la sesión de fin de año pandémico.

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"Me di cuenta de que esto no se trata de mí, sino de una situación que le compete a muchas mujeres. Si mi voto ayuda a que una mujer no muera, voto a favor". Con esa frase, el senador Sergio Leavy sintetizaba una de las tensiones de carácter pragmático que atravesaron el largo debate y reforzaba así la fundamentación de la ley de interrupción voluntaria del embarazo en la sesión de fin de año pandémico.

Con el número de ley 27.610, nuestro país actualizó el régimen jurídico aplicable al aborto, el que databa de 1921, cuando el Código Civil respondía a una sociología distinta y en cuyo debate y redacción no hubo participación femenina alguna. En adelante, las mujeres que decidan interrumpir su embarazo pueden hacerlo en el sistema de salud de forma legal, segura y gratuita hasta la semana catorce inclusive del proceso gestacional.

Con el impulso persistente del movimiento de mujeres que no permitió que se atenuara el debate, nuestra sociedad maduró la convicción de que resulta inaceptable la idea de seguir pagando el sostenimiento de la moral religiosa de un sector de la sociedad con la vida y la libertad de las mujeres más vulnerables. El senador Leavy - así lo refleja en su frase-, y muchos otros, cedieron ante la evidencia de que la estrategia penal nunca fue eficiente para disuadir a las mujeres de recurrir a la práctica del aborto.

El dato fáctico de la existencia cotidiana de abortos clandestinos es irrefutable, a lo que el Estado no puede permanecer indiferente, mucho menos en contextos precarios como los que nos rodean en el NOA.

Este potente cambio de paradigma activado por la sanción de la ley se vuelve relevante en provincias como la nuestra, en las que los sucesivos gobiernos no consiguen disminuir ni las cifras de la violencia contra las mujeres ni las escandalosas estadísticas de pobreza y de exclusión. En Salta, además, se verifica una resistencia de gran parte de los efectores de la salud a proveer los servicios de interrupción del embarazo en el marco del protocolo vigente, invocando razones de índole religiosa o moral, lo que se suma a las prácticas, omisiones y decisiones administrativas refractarias a la Educación Sexual Integral (ESI).

Las estadísticas de la provincia, se mire donde se mire, siempre están en rojo: Salta es, desde hace tiempo, la provincia que presenta la mayor proporción de personas pobres e indigentes en el noroeste del país, cifras que se agravan con la contracción económica generada por la pandemia. Por otra parte, según datos oficiales del Ministerio de Seguridad de la Nación, es la provincia con más víctimas de abuso sexual en el NOA y rankea tercera a nacional.

Hace unos días el gerente del Hospital Materno Infantil anunció dificultades en la provisión de los servicios de interrupción del embarazo debido a que el personal médico invoca razones religiosas o morales para sustraerse a la obligación de garantizar la práctica, la que -debo insistir- es legal en determinadas causales desde hace más de cien años.

A su vez, nuestro sistema educativo tracciona con efectores no siempre dispuestos a garantizar la educación sexual integral, como una variante dramática de Ignatius, el personaje de Toole, ciegos a la realidad hiperconectada de niñas, niños y jóvenes.

Esa combinación de factores -propios de la región- incrementa de manera notable el margen de riesgo de vida y de salud de las mujeres que vivimos en este lado del mapa, por lo que resultaba indispensable la modernización del régimen legal del aborto.

Sostengo que es razonable pensar que los efectos de la ley están muy lejos de ser los apocalípticos que imaginan quienes reflexionan desde perspectivas agonales sustentadas en creencias religiosas particulares, desde las que es imposible registrar que las mujeres no están dispuestas a retroceder en su camino hacia su ciudadanía plena.

Como sucedió con la ley de divorcio en el año 1987, conviene desbrozar el panorama: despenalizar no obliga a nadie; permite elegir sin la oscuridad de la clandestinidad y de la criminalización que se cobra la vida de las más pobres -en ciudades pobres- y la salud de muchas.

Los alcances de los derechos se moldean en estas tensiones y por medio de conversaciones democráticas: con sujetos con capacidad de escucha, con respeto al argumento del contrario y con disposición a cambiar de opinión una vez que se les presenta argumentos satisfactorios. Al final del día siempre se trata de sujetos democráticos.

La conversación pública que tuvo lugar por el aborto no tuvo precedentes: el extenso debate legislativo se expandió a la esfera pública y privada con reverberaciones pedagógicas inéditas.

Tal vez uno de los aprendizajes ciudadanos es que la deliberación colectiva en temas difíciles es una forma de conocer cuáles son las mejores decisiones para la comunidad, independientemente de cómo nos afecte en nuestras creencias. Jon Elster dice que a la hora de tomar decisiones, no nos guiamos solamente por lo que nos conviene a título individual, sino que ponderamos lo que puede beneficiar al conjunto. De allí es que se afirma que el debate público -­y vaya si lo fue!- es epistémicamente virtuoso.

Las mejores construcciones democráticas nunca se nutren de posiciones opuestas intrínsecamente y sin puntos de confluencia.

La autonomía de las mujeres sobre su propio cuerpo, aunque parezca increíble tener que afirmarlo una y otra vez, es un estricto avance en materia de derechos humanos que se inscribe en una larga lucha de las mujeres por la igualdad material, en la que encontramos hitos legales como el sufragio, el divorcio vincular, la ley de la patria potestad compartida, la que establece el Programa de Salud Sexual y Procreación Responsable, la que regula la violencia en las relaciones interpersonales, la ley de matrimonio igualitario, entre otras, y que, además, anticipa el camino hacia un verdadero Estado laico, campo ineluctable para el reconocimiento de los derechos de las mujeres. Una sola mirada a esta trayectoria -aún inacabada y como el recorrido del caracol de Gnter Grass-, marca lo inexorable de su progresión.

* Consejera de la Magistratura de Salta. Docente universitaria Cátedra Feminismos Jurídicos - UNT

 

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