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Güemes gobernador

Domingo, 11 de abril de 2021 21:13

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Era fines de abril de 1815 y la consolidación del liderazgo de Martín Miguel de Güemes había alcanzado su clímax. No solamente contribuyeron a ello sus victorias militares, sino que como ninguno de su tiempo, tenía sólo 30 años y un enorme predicamento en el pueblo de Salta. Las circunstancias históricas muchas veces devienen inexplicables ante el curso que toman vertiginosamente los acontecimientos y de pronto, un rumor se expandió por cerros y quebradas, hasta convertirse en clamor: Martín Güemes gobernador. Tras la figura del héroe gaucho se produjo el primer movimiento popular genuinamente nacional. En Salta las facciones políticas estaban muy marcadas. Había transcurrido nada más que un lustro de la Revolución de Mayo. Existía un grupo -del que luego se escindirían otras dos formas antagónicas del pensamiento político- que adhería fervientemente a la causa de la independencia; otro, minoritario y más conservador, prefería retornar al viejo orden real. 

Sin embargo, la irrupción de Güemes debió haber sorprendido a propios y extraños, porque se trataba de un hombre joven, cuyos orígenes no lo podrían haber tenido nunca como un paladín de la revolución y el cambio estructural del sistema y mucho menos como un líder que no se arredraba ante las adversidades; por el contrario era como si se retemplara su ánimo, lo cual provocaba la admiración y devoción popular. Güemes se transformó en el primer caudillo nacional por el cual sus seguidores le tributaron una suerte de adoración y lealtad sublimes. Era la voz de su pueblo. Un tribuno de la plebe de la antigua Roma. Como sucede en tiempos de turbulencia y revolución y mucho más cuando se desencadenó un cambio en el orden establecido, desde que fue depuesto Nicolás Severo de Isasi Isasmendi, último gobernador intendente realista, desde el 23 de agosto de 1810 en que asume Feliciano Antonio Chiclana, designado por la Junta de Buenos Aires hasta el 6 de mayo de 1815 en que asciende al poder Martín Güemes, se sucedieron veintiún gobernadores.

Nadie ha dejado escrito para la historia, cómo fue aquel 6 de mayo de 1815. Pero puede conjeturarse que, tal como son las mañanas del otoño en Salta, habrá estado fresco y con el sol deslumbrando desde el oriente con sus primeros y tenues rayos enfocados hacia los cerros del occidente. La ciudad se despertó libre de miedo, porque la mayoría de los ciudadanos, salvo los que adscribían al partido español, querían que los gobernara un salteño y que fuese elegido por el propio pueblo de Salta, que se había inclinado desde el primer grito revolucionario a favor del movimiento de Mayo de 1810. La campana del cabildo tocaba a rebato. Llamaba a Cabildo Abierto y poco a poco la Sala Capitular, cuyo balcón daba a la que entonces se llamaba Plaza de Armas (hoy Plaza 9 de Julio) se fue poblando de los electores y de los ciudadanos más influyentes. Los cabildantes eran presididos por el alcalde de primer voto Miguel Francisco Araoz, a la sazón gobernador interino, Gaspar Castellanos, Alejo Arias, José Mariano San Millán, Juan de la Cruz Monge, Juan Manuel Güemes - hermano mayor del caudillo- Inocencio Torino, Angel López y el secretario escribano, Félix Ignacio Molina.

Desde la plaza de armas comenzó a escucharse una suerte de murmullo que se transformó en una estridente manifestación, cada vez más sostenida que se colaba por las ventanas y entre los cabildantes que deliberaban. Comenzó a tronar el grito: “Güemes, gobernador”; “Viva Güemes”; “Martín Güemes gobernador”. La algazara derivó en algarabía y como si se tratase de una fiesta de todos, sin excepción, se sentían invitados, mientras humeaban ollas de mazamorra y locro, se vendían empanadas fritas, se repartía vino, agua ardiente para los mayores y agua de canela para niños y niñas, la turba vocinglera congregada en un tumulto coreaba el nombre del caudillo sin contener la emoción. Incesante. Había comerciantes, personas cultas, criollos del interior y las orillas, hombres de campo, jóvenes y ancianos y por primera vez una pléyade de mujeres clamaba por el encumbramiento su líder conductor. Era todo el pueblo y nadie recordaba una reunión semejantes características, salvo la que se producía año tras año en la procesión penitencial del 15 de septiembre. No había otro antecedente similar que los más viejos recordasen.

Los capitulares no aceptaron el nombramiento interino del coronel José Antonino Fernández Cornejo, jefe del Regimiento de Partidarios,  propuesto por el general Rondeau. A su vez el director supremo Carlos María de Alvear había sido depuesto el 10 de abril y todavía no se había designado autoridad nacional en su reemplazo. Atilio Cornejo relata un dato no menor en la elección de Güemes. Dice que fue hecha en secreto por los cabildantes, teniendo en cuenta la invulnerable decisión popular, pero que no hubo imposición de fuerza alguna, pues el ejército ni los gauchos no tuvieron ninguna participación, sino que el sufragio fue un acto de carácter democrático y legal. Una vez emitidos los votos, tomó la palabra el Procurador del Cabildo, Pedro Antonio Arias Velásquez -futuro ministro de Güemes y luego acérrimo enemigo- quien había acudido a la Sala Capitular en representación del pueblo que se estaba congregado en la plaza y le pidió al alcalde Araoz que ungiese a Güemes como gobernador intendente. 

La elección del caudillo parecería haber sido unánime, pues no se registraron los votos, como así tampoco  que el líder gaucho estuviese presente en aquellos momentos. La leyenda dice que se encontraba con su madre y su hermana Macacha en un solar próximo a la plaza. Lo cierto es que leída el acta se proclamó a Güemes gobernador y se lo convocó de inmediato a que prestase el juramento de práctica y recibiese el bastón que en aquel tiempo era el único símbolo de poder. A continuación se lo invitó a sentarse bajo el solio de la Sala y que presidiese la Asamblea. Apenas enterada la multitud, irrumpió en un atronador aplauso, gritos y muestras de una alegría desbordante. Entonces en honor al gobernador electo sonaron las campanas de las iglesias con un interminable tañido, se ordenaron salvas de cañones, comenzaron a colgarse guirnaldas y se iluminaron varios sitios de la ciudad por tres días consecutivos. Es probable que desde ese día, Martín Güemes comenzara a habitar para siempre en el alma y la memoria de Salta.

(*) Miembro de la Academia Nacional de Ciencias Morales y Políticas.

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