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Infancia

Sabado, 14 de agosto de 2021 01:39

Tendría yo unos veinte años, diecinueve quizás, esa edad donde cambiar lo que está mal del mundo parece posible todavía; y no es que no sea posible ahora, sino que los años, la vida, los vínculos, nos van demostrando que el desafío es cambiar la parte del mundo que nos toca habitar, y nuestro mundo interno, claro. Tal vez por inspiración o por efecto mariposa nuestro cambio genere cambios en otros.

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Tendría yo unos veinte años, diecinueve quizás, esa edad donde cambiar lo que está mal del mundo parece posible todavía; y no es que no sea posible ahora, sino que los años, la vida, los vínculos, nos van demostrando que el desafío es cambiar la parte del mundo que nos toca habitar, y nuestro mundo interno, claro. Tal vez por inspiración o por efecto mariposa nuestro cambio genere cambios en otros.

Así estaba yo, con esas ganas de hacer, de cambiar el mundo, junto a un grupo de amigos y compañeros en la misión de llegar a los más necesitados (¿más necesitados de qué? Eso me lo preguntaría mucho después) en un lugar poco accesible, lejos de las grandes urbes, apartado de las rutas, con los pies en el agua, en el barro, en la inmensidad del camino.

Llegamos un dos de enero y nos quedamos hasta mitad de mes. La alegría propia de nuestra juventud animaba a los niños a participar de todas las actividades que organizábamos y de las que no también. Sin clases, con vacaciones que no incluían viajes a la playa, ni a la montaña, ni a ningún lado; nos visitaban cada día en la escuela que oficiaba de albergue. Había especialmente dos hermanitos que nos seguían a todos lados. No tendrían más de cuatro y seis años.

Entre tanto aplomo y calor nuestra presencia traía aire nuevo a los pocos pobladores de la zona. Junto al sacerdote que solía visitar el paraje para las fiestas de guardar, preparábamos la celebración de Reyes que convocaba a todas las familias del lugar.

La siesta del cinco de enero nos encontró en la capilla armando el pesebre que no se había armado antes de Navidad. Las estatuas de yeso heredadas de otras iglesias, remendadas y vueltas a pintar olían a humedad dentro de una sacristía oscura y pequeña que contrastaba con el calor agobiante de afuera. Para las seis de la tarde estaba todo listo, un pesebre lleno y rebosante de imágenes al pie del altar.

Subidos a una bicicleta más grande de lo que el tamaño de sus cuerpos les permitía maniobrar, llegaron los dos hermanitos que nos seguían a todos lados. El que conducía movía su pequeño cuerpo de un lado a otro con el objetivo de alcanzar los pedales con sus pies descalzos, el otro iba sentado de lado sobre el caño de la bicicleta. Al llegar, se bajaron de apuro arrojándola sobre la vereda cubierta de pasto.

El más pequeño de adelantó al mayor, desde la puerta avistó el pesebre, enseguida se dirigió hacia él señalando unas imágenes y girándose para avisar a su hermano "Mirá la chiva, Leonel; mirá la chiva"

Movía los brazos con entusiasmo y caminaba rápido para acercarse a las imágenes que lo habían deslumbrado desde el ingreso y que tanto se parecían a los animales que cuidaba su padre, que cuidaban ellos. La alegría era inmensa, lo pies descalzos sobre el mosaico frío y húmedo de la capilla eran alfombra roja para el niño que por primera vez veía parte de su mundo representado nada menos que en el pesebre, parte de su mundo protagonista de un evento que celebraría todo el pueblo.

Pienso en la infancia y vuelve a mi ese momento. A veces me habla de inocencia otras veces de sabiduría; casi siempre de alegría, de reconocer en un mundo representativo una pequeña parte de la realidad cotidiana.

Ni esa tarde, ni después nadie se atrevió a decirle que no eran chivas, sino los camellos en que viajaban los reyes.

 

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