Sobre una de las paredes del Concejo Deliberante de Cerrillos, justo enmarcando la puerta por donde se ingresa al recinto, cuelga un cuadro que a simple vista parece uno más… hasta que alguien cuenta su historia. No es cualquier pintura, es una obra cargada de símbolos, de mensajes ocultos y, según muchos, de una racha de infortunios que se arrastra hace casi 40 años.
Pasó por casas, departamentos, escuelas, oficinas y ahora está allí, quietito, mirando todo y a todos desde un rincón. Algunos lo llaman “el cuadro maldito”, y lo nombran con una mezcla rara de respeto y desconfianza.
La obra muestra una escena profundamente humana, pero con un toque inquietante que te deja pensando. Una familia, todos con aureolas sobre la cabeza, como si la vida cotidiana se mezclara de golpe con lo sagrado.
Ese detalle -las aureolas- rompe cualquier lectura simple, es como si el artista hubiese querido meter a la fuerza un clima religioso dentro de un momento que huele a calle, a cansancio, a sobrevivir como se puede.
La composición triangular recuerda a los cuadros renacentistas, pero sin la solemnidad tranquila y formal que suele acompañarlos. En este caso no hay paz, ni éxtasis, ni santidad luminosa. Hay cuerpos tensos, miradas perdidas, gestos cansados. Hay esa expresión que muchos, lamentablemente, conocen bien: la de seguir adelante porque no queda otra.
Los colores acompañan el ambiente. Ocres tristes, verdes gastados, rojos apagados. Todo parece filtrado por una luz mortecina, como si estuviera pintado al final de un día demasiado largo. El clima visual empuja a una melancolía inevitable. Podría ser cualquier familia, en cualquier barrio, en cualquier época. Es la pobreza retratada sin maquillaje y sacralizada.
Las aureolas generan una especie de choque interno, por un lado elevan a la familia a un nivel casi santo, como si el artista quisiera señalar su sacrificio. Por el otro, remarcan la contradicción entre esa santidad simbólica y la realidad dura que muestran esos cuerpos flacos y curtidos.
Los objetos son mínimos, pero cada uno pesa. La caja de lustrar zapatos en el piso, el diario arrugado debajo del brazo de un niño, la estampita, el bebé sostenido como quien coloca otra carga sobre los hombros. Nada sobra, y todo habla. La escena expresa que esa familia lleva solo lo imprescindible, como quien camina con lo justo para no caer y tampoco tiene más para llevar.
Más que una escena religiosa, pareciera que el artista quiso sacralizar la pobreza misma, darle un brillo extraño a lo que todos prefieren no mirar. La obra denuncia desigualdades, pone en primer plano el sacrificio emocional y económico de las familias que pelean el día a día y, aun así, son consideradas ejemplos de fortaleza y amor.
La pintura es hermosa e incómoda a la vez. Interpela, hace repensar la santidad, la familia y el aguante. También deja una inquietud silenciosa, ¿qué tanto de este sufrimiento somos capaces de ver… y cuánto preferimos ignorar?
Tal vez sin darse cuenta, los concejales de Cerrillos conviven desde hace poco más de una década con una pieza que arrastra una historia pesada. Una obra que, dicen algunos, llevó consigo pobreza e infortunios donde fuera que colgó. O tal vez -solo tal vez- fue un espejo, un testigo mudo que absorbió cada ambiente y cada drama que tuvo delante, como si la pintura nunca hubiese sido solo una pintura.