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Durante casi cuatro décadas, el Tíbet vivió una independencia de facto que quedó truncada en 1950, cuando el Ejército chino avanzó sobre el territorio por orden de Mao Zedong. El ingreso de miles de soldados, que culminó con la captura de la ciudad de Chamdo, marcó un quiebre en la historia tibetana. Poco después, el joven Dalai Lama, de apenas 15 años, fue obligado a firmar el Acuerdo de los 17 Puntos, que oficializó la anexión del Tíbet a China. Pekín lo presentó como una “liberación pacífica”, pero para los tibetanos fue el inicio de una ocupación.
Hoy, 74 años después, la tensión se reactiva por otro motivo: el Dalai Lama anunció que tendrá un sucesor y que solo su institución podrá nombrarlo, dejando afuera al Gobierno chino. La declaración reavivó viejas heridas y expuso un conflicto que sigue vigente.
El Tíbet, una región montañosa de más de un millón de kilómetros cuadrados en el Himalaya, ha sido históricamente disputado. Tras la anexión en 1951, se desató una rebelión popular en 1959 que fue sofocada con violencia por el Ejército Popular de Liberación. La represión dejó miles de muertos y forzó al Dalai Lama al exilio en India, donde aún reside.
Desde entonces, la región vive bajo control férreo de China. La narrativa oficial habla de desarrollo y modernización, pero organismos internacionales denuncian violaciones a los derechos humanos, represión cultural y campañas de asimilación forzada. Amnistía Internacional reportó detenciones arbitrarias, torturas y desapariciones. Durante la Revolución Cultural, cientos de monasterios budistas fueron destruidos.
China considera al Tíbet una parte inseparable de su territorio. Lo valora por su ubicación estratégica, su riqueza en recursos naturales y su rol clave como fuente de los principales ríos de Asia. Pekín rechaza toda posibilidad de independencia y asegura que su soberanía sobre el Tíbet es histórica, aunque el gobierno tibetano en el exilio sostiene que existió una independencia de facto reconocida incluso en acuerdos internacionales.
La sucesión del Dalai Lama es el nuevo frente. Según la tradición budista tibetana, el líder espiritual se reencarna, y tras su muerte se inicia una búsqueda para identificar a su sucesor. Pero China ya anticipó que será Pekín quien autorice esa reencarnación, como parte de su estructura legal y religiosa. La respuesta tibetana fue clara: “Nadie fuera de nuestra institución puede interferir”, dijo el Dalai Lama en un video reciente.
Con 90 años, el líder tibetano apuesta a una salida negociada. No pide independencia total, sino autonomía cultural y religiosa. Pero las nuevas generaciones, sobre todo en el exilio, redoblan la presión por una ruptura definitiva.
El conflicto entre un Estado que busca preservar su integridad territorial y un pueblo que reclama el derecho a decidir su destino, vuelve a escena. Esta vez, con la sucesión del Dalai Lama como eje de disputa.