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La historia de amor de dos japoneses de tonada salteña

Sabado, 25 de agosto de 2012 23:43
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Su tonada oriental, entrecruzada con terminologías salteñas, es tan particular como bella. “Meta nomás mujer, que no hay que botar el tiempo”, le dice él, de 82 años, a su mujer de 80, que prepara café. “Lástima que no han dicho antes que venían, así les preparaba un sushi que hago con dorado del río”, dice ella cuando se acopla a la charla. Los japoneses Hiroyuki Nigatake y Kiyo Matsumoto tienen una sonrisa permanente en su rostro. Llevan juntos más de 50 años y escapando del hambre que les dejó la guerra encontraron en Orán un nuevo hogar, que llegaron a querer tanto como la tierra que los vio nacer. Pero su historia, como la flor del loto, tuvo que atravesar primero la pobreza y las penurias del fango antes de florecer y ver la luz.

Antes de quemar las ciudades los norteamericanos pasaban con aviones tirando papelitos para que la gente se vaya a refugiar al campo. Después pasaban aeronaves que soltaban combustible que caía como lluvia y unas bengalas que iluminaban la noche como si fuera de día. Finalmente llegaban los bombarderos. Cuando caía la primera bomba se formaba un hongo de fuego gigante que aspiraba todo el aire como un huracán. Cuando parecía que las llamas habían quemado todo, a los pocos días se repetía la terrible rutina de la guerra. Así pasaron su infancia estos japoneses adoptados por Salta, que dejaron todo forzados por el hambre y la miseria.

“Desde que nací me tuve que acostumbrar a la guerra. Primero con China, después con Rusia y, sobre todo, recuerdo la Segunda Guerra Mundial. La viví desde los 10 años hasta casi los 15. Durante el conflicto había poca comida, pero había. Cuando terminó todo no había comida ni ropa; no existía municipalidad ni gobierno; las escuelas no tenían ni papel ni lápiz; no había nadie a quien reclamar ni tampoco policía. Los ciudadanos teníamos que sobrevivir por nuestra cuenta”, recuerda Hiroyuki.

“Había muchos desaparecidos, sobre todo chicos que no encontraban a sus padres y que quedaban solos”, agrega ella.

Corriendo entre la lluvia de bombas

”Aunque los japoneses estaban dispuestos a morir, como los kamikazes que estrellaban sus aviones contra el enemigo, la bomba atómica nos hizo pensar que podíamos desaparecer todos, el país entero. La guerra terminó porque se corría el riesgo de que se exterminara la población y, aunque nadie se quería rendir, tuvimos que aceptarlo”, relata. “Cuando las bombas llegaron a mi pueblo mi madre nos envolvió en un colchón mojado para frenar las llamas mientras escapábamos. Cuando llegamos al refugio del campo el colchón estaba seco del calor del fuego. Al otro día vimos que en nuestra casa no quedaba nada. Se había quemado todo”, dice Kiyo, que por muchos años escuchó las sirenas que anunciaban bombas.

En 1954, a casi 10 años del final de la guerra, en Japón escaseaba la comida y en los campos no les daban tiempo a los cultivos que se cosechaban antes de madurar. “El zapallo se arrancaba cuando tenía el tamaño de un puño”, recuerda él. Por eso Hiroyuki decidió dejar su tierra. “Antes tuve que casarme y organizarme con un grupo de paisanos para viajar juntos y poder trabajar en equipo en un nuevo país”, dice Hiroyuki, oriundo del pueblo de Inagawa, donde desde cualquier ventana se veía la imponente figura del monte Fuji, símbolo de Japón.

Su mujer murió en un accidente. La familia de él le pidió a la hermana de la difunta esposa que viajara a la Argentina y a casarse con su cuñado.

“Cuando las bombas llegaron a mi pueblo mi madre nos envolvió en un colchón mojado para frenar las llamas mientras escapábamos”, dice ella.

Antes de llegar a Paraguay, Hiroyuki se casó con la hermana de Kiyo. “Nadie viaja solo y sin casarse, porque es más difícil sobrevivir en donde no se conoce”, explica él. Cuatro años después la familia se mudó a Buenos Aires y en poco tiempo Hiroyuki aprendió los secretos del cultivo de flores y las ventajas de los invernaderos, que permitieron que el negocio durara todo el año. En 1960, ya con cuatro hijos, el matrimonio viajó a Salta para instalarse en Colonia Santa Rosa, donde buscaban expertos en invernaderos para la siembra de tomates.

Unos meses después, el japonés consiguió trabajo en una finca de Embarcación. Su empleador no podía pagarle y entonces Hiroyuki le propuso que le arrendara una hectárea del campo a cambio de su salario, para sembrar sus propios tomates. Desde entonces su trabajo no paró de crecer y en cada cosecha nueva se fueron ampliando las hectáreas que arrendaba.

Cuando lograron la estabilidad económica se instalaron en Orán, pero su mujer murió al poco tiempo en un accidente. La familia de él, que estaba en Japón, le pidió a la hermana de la difunta esposa que viajara a la Argentina a cuidar a los cuatro chicos y que se casara con el viudo. Eso fue lo que pasó.

Rápidamente la recién llegada se sumó al trabajo supervisando los envíos de tomates, que viajaban en tren a Buenos Aires. Pero muchas cajas llegaban demasiado maduras al mercado central, así que ella sugirió invertir en un camión para acortar los tiempos del flete. El negocio mejoró y ella volcó las ganancias en un nuevo emprendimiento: la primera tintorería de Orán. Hoy, el hijo mayor trabaja las tierras que consiguió su padre. Tienen más de dos mil hectáreas en el norte, mucho más de lo que cualquier japonés podría llegar a soñar.

Con el tiempo, el mandato cultural se transformó en amor y desde el primer día Kiyo adoptó a sus sobrinos para hacerlos hijos propios. “No fue nada fácil adaptarse. Para nosotros el idioma era una limitación, pero no tan importante para que uno no llegara a comunicarse”, dice ella. Encontraron la fortaleza en la unidad y el trabajo. “Cuando uno trabaja el alma se siente bien. En nuestra cultura no se deja de trabajar en toda la vida. Un jubilado, que pudo haber sido ministro, puede trabajar de sereno por las noches en una plaza o barrer en una escuela, en Japón es algo normal. Cuando se deja de trabajar hay algo que se muere dentro de uno, por eso nosotros seguimos trabajando, aunque un poquito menos que antes”, dice ella simpática.

“Creo que tenemos el respeto de la gente porque todo lo hicimos trabajando. Además, para nosotros es muy importante cumplir con la palabra cueste lo que cueste. Una diferencia que tenemos los japoneses con los argentinos es que no prestamos atención a cosas malas como la envidia. Acá veo gente que envidia a su jefe y pone muchas condiciones para trabajar. En cambio los japoneses queremos de corazón que a nuestro jefe le vaya muy bien, porque entonces no irá mejor a nosotros. Si el negocio no está bien, el empleado puede ayudar trabajando más horas. Así pensamos nosotros”, cuenta Hiroyuki.

Para la pareja una de las mejores cosas que encontraron en la Argentina son los amigos. Los chicos crecieron y se casaron. La familia se llenó de nietos. Hiroyuki y Kiyo sonríen. Afirman que son felices y que lo más lindo fue haber sembrado una descendencia salteña.

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