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Daniel “el Loco” Barrera, el último de los grandes jefes del narcotráfico en Colombia, fue capturado en el pueblo de San Cristóbal, territorio venezolano, tras una operación policial multinacional, que contó con el apoyo de inteligencia de la CIA, la DEA y el MI6 británico y que fue coordinada desde Washington por el Director General de la Policía colombiana, general José Roberto León Riaño.
El anuncio, triunfalmente realizado en Bogotá por el presidente Juan Manuel Santos, junto a su Ministro de Defensa, general Juan Carlos Pinzón, incluyó una declaración de elevado voltaje político: “quiero agradecerle al presidente Hugo Chávez y a su equipo esta gran colaboración”.
Las autoridades venezolanas, enfrascadas en la campaña para las elecciones del domingo 7 de octubre, fueron mucho más prudentes. Pero esa cautela, que contrasta con la habitual frondosidad retórica de Hugo Chávez, no desmintió el hecho, absolutamente inédito, de que el régimen de Caracas participado en una operación conjunta contra el narcotráfico con los servicios de inteligencia de Estados Unidos y Gran Bretaña.
La oposición venezolana recibió la noticia como un balde de agua fría. Teme que el episodio sea capitalizado por Chávez. No faltó la insinuación de que la detención de Barrera era resultado de una disputa de mercado con una banda rival con mejores contactos con el “chavismo”. Pero ni el rédito electoral ni las presunciones acerca de una guerra de carteles restan valor a lo esencial. Hay un giro significativo en la política venezolana en relación al narcotráfico.
Este dato tiene notoria relevancia si se admite que, con independencia de las previsibles seguramente justificadas denuncias sobre fraude en los comicios, Chávez está muy cerca de ser reelecto.
El viraje venezolano no es ajeno a las negociaciones bilaterales entabladas entre Caracas y Bogotá desde la asunción de Santos, que impulsaron primero una progresiva reducción de la protección de Chávez a los guerrilleros las FARC y luego la apertura del diálogo entre las autoridades y el grupo insurgente.
El factor mexicano
La captura de Barrera, sindicado como el segundo de los grandes jefes del narcotráfico latinoamericano, detrás del mexicano “Chapo” Guzmán, coincidió precisamente con la visita a Bogotá del mandatario electo de México, Enrique Peña Nieto, quien anudó con Santos un acuerdo estratégico que contempla dos asuntos fundamentales: una activa cooperación binacional en la lucha contra el narcotráfico y el fortalecimiento de la Alianza del Pacífico, un flamante bloque regional que incluye también a Chile, Perú y Costa Rica.
Peña Nieto ganó las recientes elecciones con el estandarte de un cambio en la estrategia de México contra el narcotráfico que tomase como ejemplo la experiencia de Colombia. El general Oscar Naranjo, que fue Director de la Policía Nacional colombiana, fue designado asesor de Peña Nieto durante la campaña electoral y asistirá ahora al nuevo mandatario azteca en un combate homérico, cuya dimensión agotó los esfuerzos de su antecesor, Felipe Calderón.
La participación de un alto jefe militar colombiano en el gobierno de México es un hecho de un enorme significado simbólico. México suplantó a Colombia en la condición de principal fuente de preocupación para Estados Unidos en materia de narcotráfico. Ese dudoso privilegio es, paradójicamente, un resultado del éxito obtenido por las políticas implementadas por Alvaro Uribe, camino que el futuro mandatario mexicano pretende tomar como ejemplo.
La decisión de Peña Nieto de enfatizar una “transferencia de tecnología” colombiana es una señal de su voluntad política de afrontar un crucial desafío que en los últimos seis años desencadenó una espiral de violencia que implantó un clima de terror en la población y causó decenas de miles de muertos.
Las fronteras se mueven
La gira sudamericana de Peña Nieto, que abarca también a Brasil, Chile, Argentina y Perú, y sus acuerdos con Santos verifican la apertura de un nuevo escenario latinoamericano, con la irrupción de dos países que aspiran a ganar un renovado protagonismo regional, con el objetivo de contrapesar la preponderancia adquirida por Brasil, convertido en la sexta economía del mundo y, correlativamente, en una potencia emergente con proyección global.
Por motivos distintos, México y Colombia estuvieron virtualmente al margen del escenario regional durante los últimos veinte años. Desde la ratificación del NAFTA en 1993, México pasó a ser parte integrante de la economía norteamericana. En términos de industria manufacturera, las dos economías más entrelazadas del mundo son las de Estados Unidos y México, con índices de integración superiores a los de los países miembros de la Unión Europea.
El comercio entre México y Estados Unidos ascendió en 2011 a 461.000 millones de dólares y en cinco años puede superar al intercambio bilateral entre China y Estados Unidos, que es de 502.000 millones de dólares. Estados Unidos le vende a México productos por 198.000 millones de dólares, una cifra superior a la suma de sus exportaciones a Brasil, India, Japón y Gran Bretaña.
Esta integración generó profundos cambios estructurales. La punta de lanza de la complementación industrial entre ambos países es el sector automotriz. Las fábricas terminales estadounidenses con sede en Detroit destinan a México el 80% de sus exportaciones. Pero se trata de un sistema productivo totalmente integrado. Las unidades trasponen la frontera un promedio de ocho veces en el proceso de fabricación. La tendencia es que en los próximos diez años un tercio de la producción automotriz estadounidense se trasladará al norte de México, donde está el epicentro de la lucha contra el narcotráfico.
Colombia, por su parte, tuvo durante muchos años que concentrar la totalidad de sus energías en la lucha contra la guerrilla y el narcotráfico, en una relación de estrecha cooperación con Estados Unidos. Por tal motivo, vivió al margen de sus vecinos, salvo su intenso intercambio comercial con Venezuela. Ahora, con un panorama menos comprometido en materia de seguridad, se ha erigido en una importante fuente de atracción de inversión extranjera directa y compite con la Argentina por la condición de tercera economía latinoamericana.
En su momento, el NAFTA generó una fractura en el escenario latinoamericano. El subcontinente quedó geográficamente partido en dos. México y los países centroamericanos avanzaron en su integración con Estados Unidos. América del Sur, alejada de las prioridades de Washington, vio surgir el liderazgo de Brasil.
Este incipiente eje político entre México y Colombia, diseñado por Peña Nieto y Santos, que se funda en la cooperación en la lucha contra el narcotráfico y en la Alianza del Pacífico, como una herramienta de apertura económica y de reorientación de sus prioridades estratégicas hacia los mercados emergentes del Asia, en primer lugar China, parece signar el comienzo de una nueva dinámica regional, cuya evolución es preciso seguir con atención.